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Algunos datos y reflexiones sobre la autonomía universitaria

Francisco Javier Avelar González

El miércoles de esta semana celebramos el 75 aniversario de la autonomía de nuestra institución. Como parte de las celebraciones y reflexiones que acompañaron este importante acontecimiento, el martes llevamos a cabo un panel y una conferencia magistral en los que se abordó, precisamente, el tema de la autonomía universitaria en México. A quienes participaron -Dr. Edgar Manuel Castillo Flores, Dr. Miguel Ángel Gutiérrez López, Lic. Enrique Rodríguez Varela, Dr. Jesús Antonio de la Torre Rangel y Dr. Áxel Didrikson Takayanagui- quiero expresarles mi más sincero agradecimiento y el de toda nuestra comunidad universitaria.

El día de hoy, último viernes de este mes tan significativo para la UAA, concluyo con la serie de columnas dedicadas a la autonomía universitaria, con las que he querido ser partícipe de las reflexiones que se generaron en nuestra comunidad y también entre la sociedad aguascalentense.

La semana anterior cerré mi entrega citando la fracción del artículo tercero constitucional que eleva a garantía justamente la autonomía de las instituciones de educación superior a las que la administración pública les haya concedido este derecho. Hoy, basado en algunas de las reflexiones que escuché en el panel y la conferencia arriba mencionadas, así como en algunos textos que he estado consultando (entre ellos uno magnífico de Luis Raúl González Pérez y Enrique Guadarrama López intitulado “Autonomía Universitaria y Universidad Pública. El autogobierno universitario”, descargable en http://abogadogeneral.unam.mx/PDFS/autonomia.pdf), quisiera hablar brevemente de qué implica la autonomía y por qué es importante que exista, no sólo en nuestro país, sino en toda sociedad que de verdad quiera avanzar tanto en sus conocimientos como en su organización social.

La autonomía de las universidades públicas del país, amparada por la Constitución, tiene cuatro características principales. Parafraseando a González y Guadarrama (en el texto arriba citado) éstas son: autogobierno y auto-legislación (es decir, las capacidades para escoger sus propias autoridades académicas, diseñar sus normas y decidir cómo debe gobernarse la institución), autogestión académica (lo que implica que sólo la comunidad universitaria, de acuerdo a sus propias reglas, determinará su programas, planes de estudio y líneas de investigación) y autogestión administrativa (nadie más que la universidad puede decidir cómo hacer uso de los recursos que reciba, ya de la federación, de las aportaciones de la misma comunidad o de los recursos que consiga a partir de la prestación de servicios o venta de productos).

En estos cuatro núcleos quedan subsumidos valores indispensables para una institución que busque formar personas críticas, inteligentes y plurales; estos valores son la libertad y capacidad de actuar con independencia de intereses y valores coyunturales, la libertad de cátedra e investigación, la libre discusión de las ideas y el privilegio a las interpretaciones del mundo sustentadas en argumentos y apoyos válidos, por sobre las opiniones sin sustento o basadas en apreciaciones personales y falacias.

Pero a la sociedad en general, ¿para qué le sirve la autonomía universitaria? Es sencillo: una institución que funciona como un semillero de profesionistas críticos, inteligentes y plurales, a la vez que como un generador de conocimientos, teorías y tecnologías, tarde o temprano incide en su entorno social de manera positiva. Esto por dos causas: en primer lugar, los profesionistas egresados de estas instituciones habrán de insertarse en dicho entorno, donde aplicarán los conocimientos, valores y habilidades adquiridas durante sus estudios; por otra parte, dado que las universidades no son burbujas ajenas a las problemáticas contextuales de su comunidad (y ahora, gracias a la globalización, esa comunidad puede ser, en determinados casos, el mundo entero: pensemos, por ejemplo, en el caso de los problemas ecológicos del planeta), los conocimientos, teorías y tecnologías que desarrollen estarán encaminados a resolver esas mismas problemáticas.

Hay una ventaja extra en todo esto y, a la vez, un peligro si llegara a perderse la autonomía. La ventaja es que la búsqueda de soluciones propuestas por las universidades y los universitarios no estará contaminada por intereses políticos o por un deseo de adquirir poder, pues claramente sus campos de acción no son de este orden, sino científicos, filosóficos, artísticos -en algunos casos- y, en general, cognitivos. Su interés, por ejemplo, si pensamos en una Facultad o Departamento de Medicina, será conocer el funcionamiento del organismo humano para saber cómo conservarlo saludable o ayudarlo a recuperar la salud, en caso de que se vea afectado por una enfermedad. Y como detrás de esto no hay un interés por gobernar o administrar la res pública, las investigaciones y los resultados que genere esta facultad o departamento no serán escondidos con afanes especulativos, ni serán aprovechados para conseguir votantes.

El peligro de perder la autonomía ya puede inferirse a partir de lo dicho en el párrafo anterior. Perder este derecho implica necesariamente que sean personajes e instituciones políticas o gubernamentales quienes decidan cómo deben utilizarse los recursos de las universidades, cómo deben gobernarse, qué deben estudiar, qué ideas o ideologías deben privilegiarse, quiénes deben de ser los rectores y funcionaros de primer nivel, y qué profesores deben contratarse. No hace falta pensarlo demasiado para entender que estas instituciones, originalmente volcadas a la investigación y la educación, trocarían en no mucho tiempo sus intereses, pues se convertirían en un jugoso capital político para quienes quisieran alcanzar el poder o conservarlo (considérese solamente el número de votos potenciales que representa una universidad del tamaño de la UNAM o incluso una relativamente pequeña como la nuestra, que tiene un número mayor de estudiantes, que el número de ciudadanos de algunos municipios).

Siguiendo el orden de ideas anterior, como ya no sería la búsqueda del conocimiento ni su aplicación para el beneficio de la comunidad la razón de ser de las universidades, en poco tiempo la calidad educativa de las mismas caería drásticamente; además se dejarían de formar a profesionistas críticos y, en lugar de ello, se intentaría producir personas adoctrinadas, con respecto a los intereses particulares del sector político que en ese momento ostente el poder.

No es posible agotar un tema social y educativo tan importante en apenas cuatro columnas, pero espero haber mostrado, aunque sea someramente, por qué hemos querido pronunciarnos con tanto énfasis en este aniversario, cuando hoy día existen en nuestro país presiones que directa o indirectamente intentan vulnerar este valor tan preciado, no sólo por la comunidad universitaria, sino por la sociedad entera.

Es verdad que algunas de las universidades públicas mexicanas deben hacer una reflexión y un replanteamiento estructural responsable, que les permita salir de las crisis en las que han caído; pero se equivoca -y de manera rotunda- quien cree que la solución es derrumbar a estas instituciones descentralizadas y autónomas que tanto han dado al país (cuántos no nos hemos formado en ellas, por ejemplo, y cuál era el porcentaje de profesionistas antes de su existencia; es decir, antes de la Revolución), para construir encima institutos paraestatales, expuestos a las tentadoras dinámicas de nepotismo y corrupción que siempre rondan en los ámbitos políticos, no sólo de México, sino de cualquier lugar del mundo y en cualquier momento de la historia.

 

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