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PDF | 975 | Hace 10 meses | 18 noviembre, 2022
Francisco Javier Avelar González
Hace un par de años, en una conversación a propósito del 78 aniversario de nuestra autonomía, nuestro querido doctor Alfonso Pérez Romo (q.e.p.d.) recordó que, durante su gestión como rector, uno de sus más grandes retos fue enfrentarse a quienes deseaban minar la autonomía universitaria. Tristemente, esos personajes que por intereses personales y políticos se lanzaron contra la institución, no solo venían de fuera…
Aunque doloroso, hasta cierto punto es normal que cíclicamente ocurran estos ataques contra uno de los fundamentos identitarios de nuestra casa de estudios. “Normal” —si es posible usar esa palabra en este contexto— porque la cantidad de personas preparadas y con influencia social que se congregan en una universidad pública suele ser relativamente grande, y es difícil que eso pase desapercibido entre la clase política, siempre ávida de votos y poder. De vez en cuando, el deseo por el botín político, social y económico que representamos las universidades, se conjuga con intereses particulares de algunas personas dentro de las mismas casas de estudios.
Siendo así las cosas, la autonomía nunca puede darse como un bien ganado y seguro, a pesar de que en nuestro caso efectivamente lo hemos ganado, lo conservamos desde hace ocho décadas y la Constitución nos lo ha asegurado explícitamente como derecho desde 1980. Lo cierto es que mientras la UAA no pierda la segunda letra de sus siglas, siempre habrá que estar alertas y convocar constantemente no solo a la defensa de la libertad de cátedra, de autogestión y autogobierno que nos distingue, sino a la reflexión del valor de la autonomía: la universitaria en primer lugar, y quizás por extensión y un tanto de manera implícita, la de los organismos constitucionalmente autónomos de nuestro país.
En el caso de las instituciones educativas públicas autónomas, su autonomía funciona como una necesaria protección que les permite hacer su trabajo (la búsqueda, generación y divulgación de conocimiento objetivo, corroborable y falsable) sin dejarse seducir y corromper por las mitologías, ideologías y coyunturas políticas del momento: hacer ciencia sin adjetivos ni consignas del Estado o mercantiles. Es precisamente por esta neutralidad que administraciones de gobierno estatales y federales suelen pedir a las universidades autónomas estudios y dictaminaciones sobre diversos temas, como el impacto ambiental o la viabilidad de grandes obras de infraestructura.
En el mismo tenor, la protección que genera la autonomía universitaria asegura la libre discusión de las ideas, el respeto a los demás y la prevalencia de la argumentación lógica y bien fundamentada, sobre los insultos, las falacias y las presiones ideológicas. Solo desde ahí las casas de estudio autónomas pueden hacer otra parte fundamental de su trabajo: formar integralmente a los ciudadanos del mañana; es decir, construir sociedades con alto grado de civilidad y la preparación necesaria para detectar y corregir las problemáticas reales de su entorno.
No descartemos que el avance en el tema de la democracia experimentada por el país en las últimas décadas esté relacionado con el aumento exponencial de profesionistas y académicos. Tampoco descartemos que los ataques sistemáticos a la autonomía y a la búsqueda del conocimiento por encima de lo “políticamente correcto” sean los que estén cimbrando a algunas democracias occidentales y convirtiendo a las universidades en centros de adoctrinamiento, cada vez más ajenos a la racionalidad y las ciencias.
La protección que otorga la autonomía acaba configurándose también como un contrapeso de los poderes hegemónicos, ya sean políticos, mediáticos o de cualquier otro tipo. La diversidad de organismos autónomos en núcleos estratégicos, como el educativo, el de la rendición de cuentas o el de la política monetaria de un país —por citar tres ejemplos de entre al menos una decena que podríamos mencionar— ayuda a reducir las posibilidades de corrupción o la nefasta concentración de poder en un solo grupo o persona. Esto mismo redunda en el fortalecimiento de los derechos humanos, la administración financiera y social responsable, en la búsqueda del bien común y en la protección de minorías y grupos vulnerables…
Creo que lo expresado ahora nos permite vislumbrar la importancia de nuestra casa de estudios dentro de la estructura social, así como lo fundamental que es, para nuestro funcionamiento, conservar y defender su autonomía. Hay que hacer énfasis en esto sobre todo hoy, cuando se ha visto en diversas instituciones que personas con intereses o deseos particulares no dudarían en poner en jaque a esas mismas instituciones a fin de alcanzar metas individuales.
La autonomía no es un asunto personal, ni de egoísmo u opacidad: es exactamente lo contrario. Es una herramienta comunitaria que otorga libertad, universalidad y racionalidad y, además, no se abstrae de ninguna ley constitucional ni mucho menos evita la rendición de cuentas. Esto se puede probar fácilmente en el caso de la UAA, al observar el gran cúmulo de acreditaciones académicas y auditorías financieras que nos hacen cada año organismos externos, y de las que siempre salimos avante, mostrando el cumplimiento de todas nuestras obligaciones, la calidad de nuestros programas educativos y la transparencia de nuestras decisiones administrativas.
Mañana nuestra benemérita casa de estudios cumple 80 años de ser oficialmente autónoma. Es un buen momento para reiterar nuestro compromiso con este valor y para reflexionar con amplitud de miras sobre los beneficios que otorga a toda la comunidad.