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PDF | 941 | Hace 2 años | 16 julio, 2021
Francisco Javier Avelar González
La semana anterior comentamos sobre las dificultades que implica analizar y criticar mitologías contemporáneas. Una de ellas se derivaba de que los mitos no son tales para las personas que los creen. Además, siendo generadores de realidad social, así como de normativas y pautas de conducta, los mitos vigentes son también instrumentos de poder. Por eso, incluso aunque logre demostrarse objetivamente que parten de una distorsión parcial o total de la realidad y/o de que están cayendo en deshonestidades e injusticias, quienes han generado o abrazado mitos (independientemente de cuáles sean) preferirán ignorar o invisibilizar las fallas de su pensamiento, a fin de no hacerle “el caldo gordo a los detractores” o debilitar el músculo de su propia ideología.
Al respecto de la negación u ocultamiento de las fallas, las mentiras y las injusticias emergidas de nuestras propias creencias e ideologías, George Orwell -el célebre escritor de novelas como La rebelión en la granja y 1984, de notoria vigencia en la época en que vivimos- escribió lo siguiente: “es una maniobra tentadora, y yo mismo he recurrido a ella más de una vez, pero es deshonesta. Creo que estaríamos menos tentados a recurrir a ella si no nos olvidáramos de que las ventajas de una mentira son siempre efímeras. ¡Suprimir o colorear la verdad pasa tan a menudo por un deber positivo! Sin embargo, no puede haber progreso alguno que no sobrevenga gracias a un incremento de la información, lo cual requiere una constante destrucción de mitos”.
Si hiciera falta agregar algo a un pensamiento tan claro, podríamos decir que una de las razones por las que es mejor partir de la realidad tal cual se muestra desde la evidencia objetiva, y no modificada para que se adapte a nuestras creencias, es que solo entendiendo las verdaderas causas de un problema o atendiendo a las evidencias fácticas con respecto a las características y comportamientos de cualquier entidad o conjunto, podremos diseñar estrategias adecuadas para la resolución de aquel problema o para una afortunada interacción con tal entidad o conjunto. En cambio, que un grupo se aferre a una narrativa sesgada que le da la razón, podrá permitirle mantener (momentáneamente) el monopolio discursivo y la fuerza social que haya ganado, pero sus estrategias para generar mejores condiciones de vida o resolver problemáticas estarán destinadas al fracaso, o a la sustitución de alguna injusticia o conflicto por otros (a veces peores que los que deseaba resolver)…
Volviendo a la columna de la semana anterior, explicamos que actualmente es posible observar una terna de ideas mitológicas que están necrosando nuestra capacidad conjunta para interpretar la realidad. Dichas ideas eran las siguientes: 1. Todo es relativo; 2. Todas las opiniones valen lo mismo; 3. Las sensaciones subjetivas con respecto a un hecho son más importantes que el hecho objetivo en sí mismo. Podría parecer que desde estas afirmaciones no puede surgir algo como la cultura de la cancelación, ni el establecimiento de etiquetas y satanizaciones en racimo a partir del color, el género, la adscripción política, o la procedencia geográfica o religiosa de las personas. Y sin embargo, este etiquetado y estos juicios a priori son visibles en el mundo contemporáneo y entre la misma sociedad que ha consolidado los mitos de la posverdad, la hiper-relatividad y la subjetividad sentimental como primera fuente de conocimiento. ¿Cómo es esto posible? Si lo pensamos con cuidado, la tercera afirmación -aquella que encumbra a la subjetividad sentimental- funciona como un umbral para la descalificación y la cancelación de lo otro: lo que no es o no piensa o no se adapta a lo que uno siente o cree.
Además de ello -o quizás a partir de ello-, nuestras sociedades han erigido en las últimas tres o cuatro décadas lo que podría ser, desde la concepción de Daniele Giglioli, la “máquina mitológica” de nuestra era, y a la que parece estar subsumida cualquier otra mitología vigente: el victimismo. Algo que podríamos entender como la usurpación del lugar de víctimas reales -actuales y de épocas anteriores- para, a partir del uso de sus nombres, su imagen, o el mismo entendimiento positivo que se tiene del concepto de víctima, sacar ventajas sociales e imponer una verdad individual o de grupo por sobre las del resto de las personas. Esto porque, en palabras del propio Giglioli, “ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo?”
Siguiendo ese discurso, se hace viable la jerarquización de las opiniones, a partir de la reinterpretación de los postulados que mencionamos arriba, más o menos de la siguiente forma: todas las opiniones valen lo mismo, pero valen más los sentimientos y las sensaciones subjetivas que los hechos (porque ¿cómo se podría cuestionar que alguien siente lo que dice sentir y qué clase de humano sería quien no mostrara empatía?); además, tendrán mayor importancia los sentimientos y las sensaciones de quien se etiquete como víctima (y ojo aquí: que hay un abismo entre una víctima real y una persona que se victimiza). Así, aunque todas las opiniones valgan lo mismo, explotar el sentido de culpa -desde un lado- y -desde el otro- la necesidad de no ofender a quien se dice susceptible de ser herido por nuestras palabras (o incluso por las ciencias o la realidad objetiva) nos hará recular y dar la razón a quien se ostente como oprimido.
Al respecto, Giglioli comenta que “el dispositivo victimista tiene la palabra sin mediación alguna, está presente para sí mismo y no necesita de verificaciones externas: frente a una víctima real, sabemos en seguida qué sentir y qué pensar. De este estatus se apropia el líder victimista (y a menudo también el líder de las víctimas), transformando, por transferencia analógica, una desventaja en ventaja: ¿cómo podéis debatir acerca de mi dolor, de mi inocencia, de mis prerrogativas? Yo soy irrebatible, estoy por encima de toda crítica, soy dueño y señor de vuestra mirada y de vuestras palabras. No tenéis derecho a cualquier tipo de enunciados; sólo a los que me son favorables, so pena de degradaros en verdugos.”
Para evitar alguna lectura perversa, creo necesario recalcar que ni la crítica de Giglioli ni mucho menos la de esta columna están enfocadas en las víctimas reales de cualquier ley, interacción o suceso interpersonal injusto; sino en quienes -independientemente de sus filias, posturas o procedencias- se apropian del concepto de víctima para sacar réditos e incluso para adueñarse de una estatura moral que no les corresponde y crearse un salvoconducto de protección contra toda crítica y contra toda verdad objetiva que no les guste. En otra palabras: se critica sólo a las víctimas imaginarias y al dispositivo mitológico del victimismo. Con esto en mente, cerremos por ahora nuestro espacio semanal y prosigamos el viernes entrante, en el que hablaremos un poco más sobre los pilares del victimismo contemporáneo. ¡Hasta entonces!