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PDF | 912 | Hace 2 años | 6 agosto, 2021
Francisco Javier Avelar González
Este domingo culmina una edición más de los Juegos Olímpicos, multicertamen deportivo que es también crisol y caleidoscopio, donde confluyen desde el espíritu de la antigua civilización griega, hasta el de la tecnologizada aldea global del mundo posmoderno…
A pesar de que esta competencia, tal como la conocemos hoy, tuvo su primera edición en 1896, sus orígenes legendarios alcanzan el tiempo de los grandes mitos y cosmogonías de los padres de Occidente: Píndaro menciona a Heracles (hijo del dios Zeus) como el responsable de los primeros juegos; y a él también se atribuye la construcción del estadio donde originalmente se llevaron a cabo, en Olimpia.
Así, por la mezcla de un remoto pasado mitológico en el que dioses y hombres convivían, con uno plenamente humano y moderno y, finalmente, con éste que ha logrado convertir en cotidianidad la leyenda futurista de un mundo en que personas y robots o “gadgets” se asocian, pareciera que las Olimpiadas tienen la rara virtud de amalgamar el tiempo: pasado, presente y futuro se reúnen aquí, transcurren y permanecen, como transcurre y permanece el hechizo visual que arde en el pebetero.
Esta amalgama también contiene una pluralidad de valores, actitudes y formas de pensar de épocas distintas -algunas encomiables, otras polémicas, algunas otras cuestionables- en las que se debaten ideas importantes y a veces divergentes en torno a la justicia, la equidad, el humanismo y el respeto, en conjunto con la cuestión siempre fascinante sobre cuál es el límite del ser humano (y, por extensión, qué nación tiene representantes deportivos más capaces). Tal vez por ello, aunque el contexto olímpico supone la paz y la hermandad, más de una vez hemos visto a países completos competir con la consigna lamentable de demostrar que existen razas y sistemas políticos superiores.
Quizás el caso paradigmático al respecto lo encontremos en las Olimpiadas de Berlín en 1936, organizadas por la Alemania Nazi para probar el supuesto predominio racial de los arios. En aquella ocasión, algunos atletas judíos y afroamericanos (entre ellos el cuatro veces medallista de oro Jesse Owens) ofrecieron un memorable contrapunto que, sin palabras, hoy sigue desmontando esa terrible idea de la jerarquía racial, que ha provocado numerosos genocidios a lo largo de la historia.
De aquel oscuro momento a la actualidad ha pasado tiempo en el que, afortunadamente, se ha ido disolviendo la idea de superioridades soportadas en ideologías raciales; sin embargo, los Juegos Olímpicos recientes no han estado exentos de polémicas, conflictos y contradicciones ideológicas. Así, por ejemplo, mientras por un lado estas Olimpiadas son las primeras en la historia que aceptan competidores transgénero (cuestión no exenta de discusión entre las comunidades y asociaciones deportivas), por otro lado se han distinguido por continuar defendiendo a ultranza añejos reglamentos que, sin ningún problema, podríamos catalogar como sexistas; este es el caso de la regla por la cual las mujeres en ciertas disciplinas están obligadas a vestir con bikini, bajo pena de sanciones si llegaran a usar otro tipo de uniforme (este año la selección femenina de balonmano de Noruega fue multada por usar mayas cortas, en lugar del famoso calzón tipo bikini)…
Los anteriores no son el único tipo de claroscuros que se pueden apreciar en estas justas. También “a nivel de cancha” emergen muchas veces ejemplos de las distintas y a veces contrarias maneras de concebir diversos temas de importancia social. Ese fue el caso, en ocasión de estos Juegos Olímpicos, de la manera en que hablaron sobre la presión psicológica y la salud mental dos atletas de alto rendimiento.
Por un lado y frente al pasmo del mundo, una de las mayores promesas de la historia en gimnasia -Simone Biles- abandonó algunas de sus pruebas, anteponiendo su salud mental a su compromiso de competencia. Hasta donde tengo conocimiento, es la primera vez que sucede algo semejante: no el abandono per se, sino la forma de hacerlo. Sin avergonzarse, la atleta habló sobre la agobiante presión que sentía y sobre la necesidad de visibilizar y abordar uno de los problemas más graves que está enfrentando la sociedad contemporánea: el deterioro de la salud mental, sobre todo en entornos que hemos diseñado para presionarnos hasta llevarnos a límites insostenibles, a fin de obtener mejores resultados.
El contraste lo protagonizó el tenista Novak Djokovic, quien afirmó -a propósito de las razones de Biles para abandonar- que la presión era un privilegio que se tenía que afrontar si se quería estar en la cima. Sólo unos días después de haber hecho esta declaración, en una muestra de pérdida de control o ecuanimidad, Djokovic arrojó y rompió su raqueta al no lograr los resultados que buscaba…
A pesar de lo desagradables o pasmosos que puedan ser algunos sucesos ocurridos en el marco de las olimpiadas, la amalgama de ideas y contradicciones que se da ahí termina siendo positiva. En nuestro camino hacia la autocomprensión y la búsqueda de mejoría como sociedad, el certamen se revela como un microuniverso; un pequeño laboratorio o caja de cristal en donde no sólo podemos saborear los resquicios de una sociedad mítica, mezclados al progreso de nuestra historia como civilización global; sino que también podemos probar el tope de nuestras capacidades en situaciones de (sana) competencia, y, finalmente, observar -encapsuladas- el aspecto que tienen diversas ideas y actitudes, a fin de promoverlas, modificarlas o erradicarlas.
Podría hablarse críticamente de muchas cosas alrededor de las Olimpiadas (no mencionamos, por ejemplo, cuestiones relacionadas con el atroz endeudamiento de algunos países anfitriones, ni de la corresponsabilidad de un Comité Olímpico Internacional demasiado atento al incremento de sus propios ingresos), pero lo cierto es que al final sigue siendo una competencia fundamental, que unifica al mundo y que, gracias a los atletas y su espíritu deportivo, enseña valores y virtudes, y da ejemplos de heroicidad (en un mundo tan necesitado de ellos) a las nuevas generaciones…
Con todo y a pesar de todo, es encomiable que la tradición de los Juegos Olímpicos haya podido seguir adelante, incluso con un año de retraso debido a la pandemia: de una u otra forma, como el fuego que arde en el pebetero, esta competencia ha venido a refrendar nuestra resiliencia y nuestra esperanza de que un mundo mejor es aún posible. ¡Nos vemos la próxima semana!