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PDF | 339 | Hace 10 meses | 5 agosto, 2022
Francisco Javier Avelar González
El nueve y diez de diciembre de 2017, en Raleigh (Carolina del Norte), se llevó a cabo la primera Conferencia Internacional Sobre la Tierra Plana. Cientos de personas, tanto de Estados Unidos como de otras naciones, se dieron cita en aquel estado norteamericano para reafirmar sus creencias y compartir intuiciones, argumentos y “pruebas” con las cuales defender su postura. Un año después, en Denver, se llevó a cabo la segunda edición de este evento, con una afluencia mayor a la del año anterior (a pesar del costo de entrada superior a los 300 dólares). En marzo de 2019 tuvo lugar un encuentro análogo en la ciudad de (aunque suene a mal chiste) Colón, Argentina…
Probablemente no son ni serán los únicos casos de convenciones terraplanistas, que se suman al creciente conjunto de grupos y organizaciones ideologizadas y polarizadas: conspiracionistas de todo tipo, antivacunas, fundamentalistas, negacionistas del cambio climático y hasta de la evolución, la herencia genética y la biología ¬-con todo lo que implica en términos de comprensión del ADN y los comportamientos adaptativos compartidos entre diversas especies, incluida la nuestra, así como en términos de predisposiciones cerebrales innatas-.
Dentro del relativismo absoluto, la opinología como deporte y la incontinencia verbal normalizada en plataformas audiovisuales y redes sociales, ¿resulta alarmante la reproducción de estos grupos, cuya característica común es la dogmatización y la falta de rigurosidad argumentativa? ¿O en cambio debemos tomar con calma todas estas expresiones e interpretarlas como muestras del buen estado de salud de la libertad de expresión? En el mismo tenor, ¿qué tan inocuo es que impere entre nosotros la indolente posición de que, dado que todos pueden creer y opinar lo que deseen, todas las opiniones tienen el mismo valor y deben ser respetadas en la misma medida?
En alguna ocasión hemos hecho un planteamiento cercano al de la última pregunta, por lo que a ella solo responderemos que se confunde el valor de las personas y su derecho a expresarse, con el valor de sus ideas y opiniones. Ideas y personas no son conceptos intercambiables. Así, respetar el derecho a que alguien crea que ¬-por ejemplo- el presidente de Estados Unidos es un alienígena infiltrado entre nosotros, no implica que debemos tomar en serio su opinión ni mucho menos pensar que es respetable.
Paralelamente, la necesaria distinción entre el derecho a opinar y la opinión en sí misma y, sobre todo, entre las ideas y las personas, nos permitirá no caer en otro error común que está provocando actitudes discriminatorias, crueles e injustas: por ejemplo, la abierta demostración de odio o aversión hacia todos los integrantes de un género, una preferencia sexual o un color, de tal forma que los desacreditan, los atacan y les niegan sistemáticamente el derecho a expresar su opinión sobre tal o cual tema, cuando en teoría el combate tendría que haberse dado contra las estructuras, las costumbres, el contenido de las opiniones, la información errónea y la educación nociva que han recibido o promovido, o que están recibiendo o promoviendo desde nuevos dogmas y paradigmas.
Hay que tener especial atención aquí antes de correr a ponernos “del lado correcto de la historia” o entre las filas de las víctimas: las actitudes recién descritas de aversión, odio y silenciamiento hacia otras personas se están dando entre integrantes de los dos sexos, de todas las identidades/preferencias y de todos los colores, hacia integrantes del otro sexo, otras identidades/preferencias y otros colores. Afrontemos lo anterior y realicemos con humildad un examen introspectivo, para determinar si en el fondo nuestras palabras y acciones provienen del rechazo hacia las personas, o en cambio se trata de esfuerzos honestos, caritativos y bien encaminados a la erradicación de ideas y esquemas de comportamiento, sin el linchamiento sistemático contra otros seres humanos.
La diferencia entre una y otra motivación de fondo es abismal y su confusión puede estar explicando por qué, a pesar de nuestro deseo común de respeto y concordia, vivimos en tiempos de crispación y polarización en una innumerable cantidad de temas políticos y sociales, donde sobresale el uso de insultos y agresiones personales de diverso calibre como forma normalizada de interacción.
Dicho lo anterior, regresemos al planteamiento de las preguntas iniciales: ¿debe alarmarnos la proliferación de grupos como los terraplanistas o los conspiracionistas, por citar dos ejemplos? Me parece que sí. No tanto, en el caso de los ejemplos, por el tema y la posición particular que defienden (en principio, aunque pueda pasmarnos el resurgimiento de una idea tan medieval, no hace daño a nadie que alguien crea que estamos parados sobre un disco flotante), sino por los -digamos- metaesquemas de creencias que sirven como base: una marcada desconfianza tanto en el conocimiento científico como en las instituciones, ideas paranoides que les hacen ver conspiraciones, agravios, pactos y grupos secretos en todos lados, un exacerbado sesgo de confirmación al momento de buscar datos y ejemplos para sustentar sus ideas, un permanente estado de negación que confunden con una actitud de escepticismo y un hipertrofiado deseo de tener la razón a toda costa, que confunden con la voluntad de investigar, reflexionar y generar conocimiento.
En este caso, el terraplanismo es solo una de las múltiples expresiones de superficie, un síntoma o indicio de un problema de mucho mayor calado, no solo capaz de envenenar los mismos cimientos de nuestras estructuras para la producción y difusión del conocimiento y la formación integral de nuevas generaciones (es decir el sistema educativo), sino de resquebrajar y poner en peligro la estructura misma de las democracias y de todos los sistemas de contrapeso político y social que, aunque necesariamente criticables y perfectibles, nos han permitido desarrollar sociedades complejas, civilizadas, productivas, con mayor esperanza de vida, derechos humanos y posibilidades de movilidad social. Así, paradójicamente, la proliferación de los grupos y actitudes cuestionables, mencionadas a lo largo de este texto, eventualmente pondrían en jaque los fundamentos, las estructuras y los organismos que velan por la libertad de pensamiento y de expresión…
Por motivos de espacio, continuaré con esta reflexión la siguiente semana. ¡Hasta entonces!