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PDF | 408 | Hace 1 año | 12 agosto, 2022
Francisco Javier Avelar González
En la columna de la semana anterior abordamos el tema de la proliferación de grupos negacionistas, radicalizados y conspiracionistas que, aunque se enfocan en temáticas distintas, abrevan de la misma fuente una serie de características comunes. Estas son: “una marcada desconfianza tanto en el conocimiento científico como en las instituciones; ideas paranoides que les hacen ver conspiraciones, agravios, pactos y grupos secretos en todos lados; un exacerbado sesgo de confirmación al momento de buscar datos y ejemplos para sustentar sus ideas; un permanente estado de negación que confunden con una actitud de escepticismo, y un hipertrofiado deseo de tener la razón a toda costa, que confunden con la voluntad de investigar, reflexionar y generar conocimiento.”
Quienes ocupan los extremos de estos grupos -me arriesgaría a decir que de cualquier ideología- tienen un nivel de alienación tal que será muy difícil verles regresar a una posición de diálogo donde puedan dudar (sin la duda no hay evaluación, cambio ni conocimiento) y observar las inconsistencias de sus propias hipótesis, la falta de rigor en sus argumentos o la falta de respaldos empíricos, estadísticos, experimentales significativos o lógicos que les den la razón. Salvo algunas excepciones (por lo extremadamente desgastante que resulta, en un sentido emocional e identitario, echar por tierra creencias nucleares por las cuales se han enfrentado a otras personas), tendríamos que considerar estos casos como perdidos.
¿Perdidos para quién? No para los integrantes de grupos adversarios, sino para el conocimiento y el aprendizaje objetivo (o al menos proveniente de una intersubjetividad rigurosa y puesta a prueba); perdidos para el sustento y desarrollo de las grandes estructuras sociales que nos permiten vivir en la confianza de un Estado de Derecho y en el usufructo del avance científico-tecnológico (reflejado en el aumento en la esperanza de vida, la movilidad social y las crecientes posibilidades de interacción con personas de todo el planeta); perdidos, en fin, para el grueso de la sociedad que -con todo y errores, prejuicios y faltas por corregir- no desea otra cosa que recibir información o educación confiable (es decir, no ser engañada), vivir dignamente y sentir seguridad, sin miedo a agresiones, acosos, perjurios, linchamientos o desventajas por razones de su configuración genética, su estrato social o por cuestiones culturales.
Estas mermas son dolorosas, no solo por la reducción de oportunidades para una integración social saludable y por el cierre de vías de entendimiento y consenso en el saber; sino porque muchos de estos casos (de negacionistas, fundamentalistas y alienados ideológicos) reflejan de forma indirecta que existen ineficiencias e incluso cierta descomposición al interior de los sistemas de formación integral por los que necesariamente transitaron… Que en la fuente misma de donde emana la educación de nuevas generaciones se perciba cierto olor extraño debe causarnos preocupación, porque no pocas veces la proliferación de ideas erráticas, viciadas en sus fundamentos
o incluso malintencionadas -cuyas semillas han germinado desde la indiferencia o el beneplácito de las academias- han generado políticas públicas por lo menos inútiles, cuando no propiciadoras de rencores y nuevas injusticias, así como de confrontaciones entre civiles.
En el mismo tenor, cala hondo darnos cuenta de que como sociedad les hemos fallado a estas personas que, al no encontrar oportunamente la formación y las respuestas que necesitaban, decidieron dar la espalda a las instituciones, las ciencias y la empatía racional, para refugiarse en los derroteros del rencor o la desconfianza. Paradójicamente, ahí, en el encuentro con otras personas que se han sentido igualmente confundidas, defraudadas, engañadas o enfurecidas, han construido poderosos lazos de identidad tribal, de empatía selectiva e irracional, de fidelidad a prueba de todo.
Como mencionábamos párrafos arriba, esta fuerte adherencia a grupos alienados y muchas veces radicalizados deriva en la posterior imposibilidad del cuestionamiento personal, la racionalidad y la búsqueda honesta del conocimiento y la paz. Así, incluso aunque se les mostrara “con los pelos de la burra en la mano” que -por ejemplo- la Tierra no es plana (cosa que es bastante fácil de probar), o que no se vive en las mismas circunstancias sociales de hace cien años (y que por lo tanto no se pueden exigir políticas hacia el futuro en función de un contexto del pasado), o que las vacunas han sido un parteaguas positivo en la historia de nuestra lucha contra diversas enfermedades… aunque se les mostrara todo eso, decíamos, encontrarán siempre la forma de negarse a ver la realidad, aduciendo nuevas hipótesis no falsables, pruebas trucadas (por ejemplo sin control de variables) o falacias de descrédito a las personas que hayan proveído la información que no les gusta, así como expresiones chantajistas de autovictimización, reforzando ese cáncer argumentativo contemporáneo en el que la autopercepción de vulnerabilidad juega como un comodín que vale más que los hechos o la razón…
Por cuestiones de espacio, cerramos aquí la reflexión esta semana y volveremos a ella con la tercera y última parte en ocho días. ¡Hasta entonces!