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PDF | 281 | Hace 9 meses | 19 agosto, 2022
Francisco Javier Avelar González
Continuamos esta semana con la conversación que iniciamos hace quince días, en la cual hemos estado reflexionando sobre las características de las alienaciones ideológicas colectivas y la relación que tiene su proliferación con nuestros sistemas educativos…
Aunque ya sea en extremo complicado lograr un acercamiento dialógico y una matización en las posturas de las personas más polarizadas (que afortunadamente, aunque muy ruidosas, no son muchas), estamos a buen tiempo de hacer una revisión profunda de los objetivos y la esencia de nuestros sistemas e instituciones educativas, en especial de aquellas encargadas de dar el acabado fino en la formación integral de cada persona. Debemos partir del hecho de que las universidades no se crearon con la consigna de adoctrinar autómatas para que repitan los mitos y consignas políticamente correctas de la época en turno, sino de estar en una búsqueda permanente del conocimiento y de su transmisión, aunque no sea del agrado de todos, ni respalde las ideas difundidas por las agrupaciones de mayor poder mediático.
Actualmente, algunas instituciones de educación superior occidentales han olvidado lo anterior y -ante la encrucijada de ser políticamente correctos o de en cambio hacer su trabajo con objetividad a pesar de las presiones externas- comienzan a optar por la adaptación de programas de estudio que favorecen contenidos adoctrinantes, dogmatismos y teorías no falsables, y por la creación de grupos de estudio y divisiones académicas enteras dedicadas a impulsar posturas que promueven las victimizaciones, la generación de culpas y el miedo a ejercer con libertad el derecho al conocimiento y su divulgación (esto sucede sobre todo, pero no exclusivamente, en Estados Unidos). Además de estos casos, una enorme cantidad de instituciones formativas presentan evidentes problemas para transmitir -de manera eficiente- metodologías de pensamiento críticas, objetivas y rigurosas, necesarias para que ninguno de sus egresados sea presa de noticias y artículos falsos o se deje seducir por corrientes de pensamiento sostenidas en falacias y datos manipulados, o en teorías negacionistas, fundamentalistas o conspiracionistas.
Públicas o privadas, autónomas o no, las universidades deben de recordar que, independientemente de sus fuentes de subsistencia, su obligación preponderante y permanente es con la búsqueda de la verdad: ese concepto más bien huidizo que nos empuja a revisar y confrontar una y otra vez nuestra manera de interpretar el mundo, a fin de que todos y cada uno de nosotros podamos relacionarnos de la mejor manera posible con él, sobre bases de conocimiento compartidas, soportadas en conjuntos de ejercicios estadísticos rigurosos y honestos, así como en experimentos y pruebas
objetivas (es decir, validadas por su propiedad intrínseca de ser replicadas obteniendo siempre los mismos resultados).
Si alguien quisiera ponerse filosóficamente exquisito y argumentara que no existe tal cosa como la objetividad porque nuestra interpretación del mundo siempre requiere de la participación de sujetos, le podríamos responder que -sorteando las honduras de disquisiciones que ciertamente serían muy interesantes y nutritivas en otro espacio- aquí nos referimos a esa clase de objetividad que nos ha permitido, entre otras muchas cosas, calcular con enorme precisión la composición elemental y la edad del universo, así como las constantes físicas que operan en nuestro planeta y las características esenciales de una inmensa cantidad de cosas y entes, de tal suerte que les hemos podido sacar un provecho tan evidente como incontestable: si todo se tratase de apreciaciones personales, emociones y dogmatismos, con toda certeza tendríamos un retraso abrumador en ciencias y tecnologías, y no estaríamos mejor en temas de orden jurídico y desarrollo social…
Volviendo a nuestro tema, las alienaciones ideológicas (de derecha y de izquierda, da lo mismo) son preocupantes por el daño que causan en todas las áreas de nuestra sociedad: desde la investigación científica y la formación integral de ciudadanos y profesionistas hasta las relaciones interpersonales, pasando por las decisiones en políticas públicas y las dinámicas de los medios de comunicación masiva. Igualmente preocupante es que tales alienaciones se filtren en instituciones educativas y gobiernos, al grado de que se multipliquen las muestras de polarización e intolerancia social, así como un monstruoso y paradójico relativismo dogmático (que podría sintetizarse en frases como la siguiente: “todas las opiniones valen lo mismo y son respetables… siempre y cuando opines lo mismo que mi colectivo”).
Si se piensa que caemos en exageraciones, considérese la facilidad con la que puede documentarse hoy día lo mismo grandes movimientos antivacunas, empujados incluso por médicos titulados; convenciones de terraplanistas, en donde participan personas con estudios superiores; expresiones en televisión y redes sociales en contra del principio de presunción de inocencia, verbalizadas por gente con posgrado que da clases en universidades; peticiones de cancelación o modificación de cursos por divulgar conocimientos de biología comparada y evolutiva comprobados, firmadas por padres de familia de ultraderecha y por estudiantes universitarios de ultraizquierda (dependiendo de la teoría o los datos que les incomoden), y ataques letales en contra de ciudades y personas, perpetrados por jóvenes que ya han abrazado fundamentalismos religiosos… Por desgracia, de esto último tenemos el ejemplo del terrible atentado que ocurrió la semana pasada en contra del escritor Salman Rushdie: quien intentó asesinarlo apenas tiene 24 años.
No exageramos entonces si llamamos la atención sobre la necesidad que tienen gobiernos e instituciones educativas de hacer una profunda reflexión sobre sus metodologías, contenidos y decisiones, tanto de formación como administrativas y
discursivas, a fin de que consideren hasta qué punto están siendo corresponsables de la proliferación de personas alienadas y polarizadas, pertrechadas en sus dogmas y -en muchos casos- cómodas con la idea de utilizar amenazas, insultos y manifestaciones violentas en general como formas aceptables de reafirmar o imponer su pensamiento y sus deseos a los demás.
La semana pasada decíamos que a las personas radicalizadas ya les es prácticamente imposible aceptar los fallos de sus posturas e hipótesis, incluso aunque se les muestren con toda claridad. Como ejemplo y cierre de esta serie de textos, la siguiente semana daremos cuenta de un caso documentado de ello y, si nos quedara espacio, terminaremos citando unas palabras de Salman Rushdie, que seguramente harán eco en más de una persona. Por esta ocasión, dejamos hasta aquí nuestra columna y ¡nos vemos la próxima semana!