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PDF | 8183 | Hace 11 meses | 24 junio, 2022
Francisco Javier Avelar González
Hace unas semanas, a propósito de las elecciones, comentamos lo importante que es para las sociedades contemporáneas de Occidente vivir bajo un esquema de vida democrática, en contraposición a otros sistemas en los que el autoritarismo y la restricción de libertades son la constante. En este sentido y, por lo menos hasta ahora, la historia ha mostrado que aquella mordaz frase de Winston Churchill estaba llena de razón: “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.
Ya se trate de una democracia directa, de una participativa, una representativa, o de una combinación de las anteriores, lo cierto es que solo desde esta forma de organización gubernamental las ciudadanías han logrado hacerse escuchar con normalidad (y sin la necesidad de tomar las armas), consiguiendo importantes logros a favor de los derechos humanos, de la movilidad social, de la protección de minorías y del fortalecimiento de estructuras institucionales que no dependan de una persona para funcionar correctamente. Otro logro importante de este sistema ha consistido en el fraccionamiento del poder en varias instancias, así como en la regulación de fuerzas a través de contrapesos y oposiciones; cuestión que redunda en el aseguramiento de nuestras garantías individuales y derechos.
El fraccionamiento de poderes y la repartición de las fuerzas a través de contrapesos ha hecho de la democracia contemporánea una forma de gobierno de alta complejidad y de cierta lentitud en la toma de decisiones y la aplicación de estrategias para buscar mejorías a gran escala. Esto, que podría ser una desventaja cuando se requieren respuestas rápidas y efectivas, en general resulta de suma utilidad para frenar indeseadas precipitaciones, así como aspiraciones tiránicas o que están motivadas en la búsqueda del beneficio exclusivo de una persona o un grupo. A cambio de una relativa lentitud en la mejoría de nuestras condiciones sociales, nos beneficiamos con la tranquilidad y la paz que permiten los cambios tersos y progresivos, así como con la seguridad de que cada modificación estructural será el fruto (en teoría) de un trabajo de reflexión, debate y consenso y, por lo mismo, tendrá las condiciones suficientes para no desmoronarse en poco tiempo.
En el caso particular de nuestro país, el escaso nivel educativo de la ciudadanía desde el finiquito de la revolución hasta hace algunas décadas, hizo que la creación y consolidación del sistema de contrapesos demorara mucho más de lo que podríamos haber esperado. La falta de un número suficiente de ciudadanos informados y críticos que lograra presionar al grupo político hegemónico, permitió que por muchos años predominara la concentración del poder absoluto en un solo hombre que, eso sí, cada seis años cedía religiosamente su lugar a quien hubiese tenido a bien designar como su sucesor (a esto se le ha denominado, con gran exactitud, como el presidencialismo mexicano). Conforme fue creciendo la población con estudios formales y las urbes se consolidaron como las entidades de mayor concentración y organización de personas, los actores políticos tradicionales entendieron que el contexto había cambiado y que, si no se daban los pasos necesarios hacia la consolidación de una democracia real, se corría el enorme riesgo de hundir al país en el marasmo absoluto o en una indeseada insurrección.
Las modificaciones para estructurar el paso a una democracia real (visible, por ejemplo, en la alternancia en el poder, que hoy vemos con tanta naturalidad) requirieron de una presión organizada, constante e informada por parte amplios sectores de la ciudadanía urbana. Por ello, el fenómeno tardó más de seis décadas en cuajar y no fue hasta principios de los 90 del siglo pasado cuando empezó a configurarse la constelación de organismos constitucionalmente autónomos que desinflaron a la otrora todopoderosa figura presidencial con facultades metaconstitucionales. Así, entre 1993 y 2014 se constituyó y/o dio autonomía a instituciones neurálgicas para la vida democrática de nuestra nación, así como para su estabilidad económica y social. Entre los organismos más importantes podemos mencionar al Banco de México (autónomo desde 1993), el INE (antes IFE, autónomo desde 1999), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (autónoma desde 1999), el INEGI (autónomo desde 2006), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (autónomo desde 2013) y el IFAI (autónomo desde 2014).
En general, las personas tenemos muy mala memoria histórica y un desconocimiento político importante. Incluso aunque nuestros justos reclamos hayan sido fundamentales para ciertos cambios, en muchos casos ni siquiera caemos en cuenta de que fuimos escuchados y que se dieron importantes modificaciones estructurales en nuestro beneficio. En apenas unos años, la tranquilizante autonomía del Banco de México, o la emergencia de un organismo para pedir cuentas y al que todos los servidores públicos se le debían de cuadrar, o las increíbles jornadas electorales donde la oposición se erigía con la victoria, se han difuminado a tal grado que muchas personas ya no recuerdan que hace todavía dos, tres o cuatro décadas no existía nada de lo anterior en México. Lo mismo podríamos decir de las tensiones, diálogos y consensos entre las diversas bancadas que nutren nuestros sistemas legislativos, inimaginables hace unas décadas.
Todo lo anterior representa triunfos innegables de la democracia, que debemos tomar en cuenta en la lectura diacrónica de nuestra nación, a fin de no olvidar que nuestros esfuerzos cívicos podrán ser lentos, pero dan resultados. En aras de continuar construyendo el país que todos queremos, no abandonemos las vías del civismo, la institucionalidad, el sistema de contrapesos y la división de poderes que la democracia nos ofrece; pues solo desde ahí lograremos acercarnos con seguridad a las metas que como sociedad nos propongamos. Quienes laboramos en el sector educativo, no debemos olvidar que la formación de personas pensantes, críticas y humanistas ha sido uno de los pilares que ha hecho posible la movilidad social y el progreso de los mexicanos. Por ello, debemos continuar esforzándonos por inculcar entre los estudiantes la discusión de las ideas y la lectura racional de cada hipótesis que se les ponga sobre la mesa, lejos de modas ideológicas o partidistas que minen su capacidad de razonamiento o los seduzcan con los mantras y eslóganes automáticos de los grupos alienados. Es cierto que es una labor ardua y cuyos resultados tardan en llegar, pero es la mejor vía posible para progresar desde la paz, la equidad y la pluralidad. ¡Nos vemos la próxima semana!