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PDF | 1213 | Hace 2 años | 26 noviembre, 2021
Francisco Javier Avelar González
Los seres humanos tenemos una extraordinaria capacidad para observar nuestro entorno, aprender cómo funciona y aprovecharlo para nuestro beneficio o para el cumplimiento de cualquier meta que nos hayamos puesto. La investigación científica es uno de los puntos más altos -quizás el culmen- del desarrollo de esta capacidad. Gracias a la sistematización y especialización de nuestros métodos para desentrañar y aprovechar las características de los objetos, entidades y fenómenos que nos rodean, hemos logrado hacer cosas tan espectaculares como viajar al espacio, trasladar cantidades industriales de información en tan solo unos segundos sin importar la distancia, contener enfermedades otrora mortales, o duplicar -sólo en los últimos 200 años- la esperanza de vida promedio.
Los beneficios de la ciencia son incontables, pero también son considerables algunos problemas indirectos que nos ha traído, así como sus aplicaciones perversas o, por lo menos, irresponsables. Por ejemplo, las revoluciones industriales y tecnológicas -combinadas con la sobrepoblación y la exacerbación del sistema económico que rige a la mayoría de los países- han traído consigo enormes problemáticas medioambientales, no sólo de contaminación, sino de sobreexplotación de los recursos naturales disponibles; asimismo, son muchos los ejemplos de las investigaciones científicas financiadas por gobiernos y empresas, cuyo objetivo es el desarrollo de armas letales más efectivas.
Con lo anterior no queremos sugerir que la ciencia -cuyo objetivo es la generación de conocimientos- pueda ser mala. Lo que afirmamos es que sus aplicaciones no siempre son las más adecuadas y a veces son muy dañinas, ya sea por efectos colaterales o porque se buscó específicamente que así fueran. El aumento en la gravedad de los problemas derivados de nuestro desarrollo urbano, industrial, tecnológico y armamentístico es un tema que debemos abordar con mayor urgencia y determinación, porque está provocando simultáneamente el deterioro de la vida natural en el planeta, la extinción de alrededor de 10 mil especies de animales cada año, así como la reducción de nuestras posibilidades de sobrevivencia colectiva.
Responder a esta problemática requiere la transformación de nuestra antropocentrista forma de pensar con respecto al lugar que ocupamos y el papel que cumplimos en el mundo (del que nos creemos sus dueños), así como el ajuste de las leyes para la regulación en nuestros sistemas de producción y distribución de bienes y servicios. Por supuesto, también requiere que las naciones se comprometan a buscar a toda costa la resolución de sus conflictos por la vía del diálogo y la negociación, por encima del uso de las armas.
Además de lo anterior, tenemos que impulsar con mayor decisión el perfilamiento de las ciencias y, sobre todo, de sus aplicaciones, hacia estudios e innovaciones que nos permitan deshacer los problemas que nosotros mismos hemos generado. En este sentido, debemos volcarnos en el desarrollo de mecanismos eficientes y económicos para la generación de energías limpias, o para la producción y distribución de alimentos y servicios con una huella ecológica mucho menor a la que estamos dejando (recordemos que la huella ecológica es un concepto con el que medimos los recursos naturales que se usan anualmente en cada persona, tanto para la producción de lo que consume, como para la absorción de sus desechos). Paradójicamente, quienes suelen fallar más en este tema son los países con mayor inversión en ciencia y tecnología -como Estados Unidos o Japón-, lo que revela una mala gestión o aplicación de sus descubrimientos, el desprecio tácito a las investigaciones que no les reportan dividendos, o el sometimiento del hacer científico a los intereses económicos de grandes corporativos.
La ciencia ha demostrado ser capaz de encontrar soluciones efectivas para nuestros problemas de salud, de producción alimenticia y de comunicación y movilidad. También desde diversos campos de investigación especializada han surgido estrategias y herramientas útiles para combatir el cambio climático y para reducir carencias y diversas brechas de desigualdad en el planeta… Por ello, con o contra los intereses de los grandes corporativos y de algunos gobiernos, nuestra apuesta debe ser por el impulso de la ciencia con un enfoque que busque nuestro desarrollo de manera equilibrada, sostenible y respetuosa con la naturaleza…
Hace apenas unos días (del 10 al 17 de noviembre), los países que integran la Organización de las Naciones Unidas celebraron la Semana Internacional de la Ciencia y la Paz. A las instituciones educativas de nivel superior, así como a los centros de investigación públicos y privados, nos conviene no perder de vista los objetivos por los que se llevan a cabo este tipo de días fechas conmemorativas, a fin de repasar el enfoque de nuestro trabajo, de tal manera que siempre coincida con lineamientos apegados a la ética, el respeto, la paz y la sustentabilidad. Por supuesto, los esfuerzos de reflexión y ajuste de políticas o planes de desarrollo científico deben ser continuos, más allá de la atención focalizada que se nos propone a través de las efemérides oficiales.
Por su parte, la ciudadanía también tiene la oportunidad y la responsabilidad de ser partícipe proactiva en la tarea de utilizar los frutos de las ciencias y las tecnologías de manera ética, justa y amigable con el entorno. Si nos preguntamos qué podemos hacer como ciudadanos, podemos comenzar por hacer conciencia de nuestra huella ecológica y buscando información para profundizar sobre los temas aquí mencionados. Para tales efectos, puede darse un primer paso ingresando a sitios como los que a continuación ofrezco, a manera de ejemplo: https://www.un.org/es/observances/world-science-day/week y http://www.tuhuellaecologica.org/
Espero que les sean de utilidad y ¡nos vemos la próxima semana!