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PDF | 1234 | Hace 2 años | 9 abril, 2021
Francisco Javier Avelar González
El miércoles siete de abril, aún inmersos en la lucha contra la pandemia más devastadora que le haya tocado vivir a nuestra generación, celebramos el Día Mundial de la Salud. El marco de conmemoración es agridulce: por un lado, el conteo oficial de fallecimientos por coronavirus ronda los tres millones de personas; por otro, logramos el inimaginable récord histórico de haber producido en menos de un año, no una, sino casi una decena de vacunas distintas contra el virus del SARS-CoV-2, de las cuales por lo menos tres presumen una efectividad mayor al 85%.
Como cereza de este logro monumental de la ciencia y de las organizaciones dedicadas a la salud, también estamos llevando a cabo la campaña de vacunación mundial más veloz que se haya visto. Hasta la madrugada del miércoles, al consultar el conteo registrado en ourworldindata.org, más de 387 millones de personas habían recibido al menos una dosis de alguna de las flamantes vacunas disponibles, aprobadas por los organismos reguladores internacionales. Vale la pena aclarar que una cuarta parte de este total de inoculaciones se ha realizado en Estados Unidos. Mas, aun así, el número de vacunados y el hecho de que incluso los países con peor administración de la pandemia estén comenzando a espabilar y tomar cartas en el asunto, es un indicio esperanzador (no es gratuito el optimismo de los mercados, ni que las proyecciones económicas perfilen a éste como un año de recuperación).
Con este nuevo panorama, tan distinto al escenario de desolación e incertidumbre que vivíamos hace exactamente un año, la Organización Mundial de la Salud ha propuesto como eslogan de este siete de abril la frase “Construir un mundo más justo y saludable”… Escribió José Saramago que no hay palabras inocentes (y comparten el parecer analistas del discurso y psicoanalistas). Al menos en este caso es verdad, y podríamos agregar a ello que en las frases premeditadas tampoco hay sintaxis inocua. Nótese en este caso cómo se ha antepuesto -en el Día Mundial de la Salud y desde el eslogan de la propia OMS- una derivación de la palabra justicia, por encima del adjetivo que apuntaría estrictamente al tema de la salud: se habla de “un mundo más justo… y saludable”. Nótese también que a este acomodo de prioridades le antecede un verbo –“construir”- que necesariamente implica una carencia: hay algo que no está hecho aún, de tal forma que es necesario un esfuerzo para darle realidad.
La consigna no es nueva, ni mucho menos encarna premisas desconocidas. Sabemos bien que en el mundo existen abrumadoras brechas de desigualdad y que la injusticia visible en el reparto desigual de las riquezas genera un sinnúmero de problemas sociales; entre ellos la precariedad, la inseguridad, la insalubridad y la falta de condiciones para que cientos de millones de personas puedan acceder a una vida digna y saludable. Si desde hace mucho estamos conscientes de esto y sabemos que hace falta construir esa justicia social que ponga el suelo parejo para todos, ¿no nos resulta afrentoso y vergonzoso como sociedad que año con año continuemos elaborando este tipo de consignas, pero sin concretar acciones que generen cambios significativos?
Hace unos meses, en este mismo espacio, comentamos que mientras las personas más acaudaladas habían tardado menos de nueve meses en recuperar y acrecentar la fortuna perdida en marzo de 2020 (cuando los mercados entraron en pánico por la declaración de la pandemia), a millones de familias les tomaría años lograr una recuperación proporcional… Ahora somos testigos de la injusticia y desigualdad patentes en la distribución de las vacunas: a inicios de año, la asociación de Médicos sin Fronteras alertaba que el 99% de las dosis de vacunas ya distribuidas estaban en posesión de los países ricos. Hasta ahora no ha habido cambios suficientes al respecto: echando una mirada más a fondo en las espectaculares cifras con respecto a la campaña mundial de vacunación, podemos ver que 60% del total de vacunas contra la Covid-19 ha sido aplicada en sólo un puñado de países, que comprende a Canadá, Estados Unidos, el Reino Unido, Israel y la Unión Europea.
Diversos líderes de opinión (desde el área de la salud, la política, la religión, el activismo y el mundo empresarial) han pedido una concientización sobre esta desigualdad, que no sólo atenta contra la dignidad de las sociedades, sino que encarna un peligro importante: omitir o retardar la aplicación de vacunas en los países con menos recursos equivale a permitir que el virus SARS-CoV-2 encuentre más oportunidades de mutar. Esto incrementa enormemente el riesgo de que surja una cepa resistente a los activos biológicos hasta ahora desarrollados y, gracias a la globalización, dicha cepa rápidamente infecte a todas las naciones, poniéndonos de nueva cuenta en una situación igual o peor a la que vivimos durante 2020. Si esto llega a suceder, tendremos una perfecta y terrible ejemplificación de cómo no es posible alcanzar la salud comunitaria, si antes no entendemos y atendemos el problema de la injusticia y las inequidades.
Por lo pronto, hemos visto que cuando los líderes del mundo -tanto desde la administración pública como desde la iniciativa privada- se preocupan por una causa y se unen para resolverla, emerge una cantidad asombrosa de recursos, estrategias y protocolos estandarizados de contención y respuesta… Con una fracción de los recursos y del capital humano destinado al combate contra la Covid-19 podrían erradicarse las muertes por inanición en el mundo (las cuales superan por mucho a las atribuibles al coronavirus). Con apenas un poco del dinero que se gasta en la industria armamentística, podría atenderse con efectividad el problema de la falta de agua potable y/o de acceso a la seguridad social que viven millones de familias en el orbe. Resolver este tipo de graves problemas de injusticia social, mejora automáticamente las condiciones de salud pública, y nos ayuda de manera indirecta a prevenir la aparición de nuevos patógenos para el ser humano (con sus enormes posibilidades de generar nuevas pandemias y crisis en el mundo).
Tal vez nosotros, como ciudadanos de a pie, no tenemos en nuestras manos el poder directo para tomar las grandes decisiones que cambien el rumbo del planeta; pero sí contamos con mecanismos diversos (sobre todo en los países democráticos) para ejercer presión sobre quienes tienen tal poder, para empujarlos a realizar los cambios que necesita nuestra sociedad. A través del voto, de un activismo racional y sano y, sobre todo, de la educación integral de nuestros jóvenes, podemos sembrar las bases que, a la vuelta de los años, cosecharemos en los frutos de soluciones que nos traigan justicia, salud y el acceso a una vida digna para todos los seres humanos… ¡Nos vemos la próxima semana!