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PDF | 619 | Hace 2 años | 30 julio, 2021
Desde que vislumbramos el tamaño del problema que estábamos enfrentando cuando la COVID-19 se esparció por el mundo, comenzamos a utilizar un léxico propio de la guerra para referirnos a nuestra relación con esta enfermedad. Si bien podemos pensar que la recuperación de un paciente de cualquier dolencia implica una “batalla”, es notable cómo las metáforas bélicas se multiplican y recrudecen cuando el “enemigo” es potencialmente mortal (me parece incluso haber visto alguna tesis que hablaba sobre estas cuestiones, enfocándose en la manera en que nos referimos al cáncer y su tratamiento)…
No menciono lo anterior a fin de hacer una disquisición semántica, sino porque creo que nuestra manera de interpretar el problema -reflejada en el tipo de metáforas escogidas para entenderlo- fue completamente acertada: a menos de dos años de haber aparecido el primer caso de Coronavirus en Wuhan, el SARS-CoV-2 ha logrado infectar -de acuerdo con cifras oficiales, que pueden implicar un subconteo significativo- a más de 196 millones de personas en todo el mundo y ha causado la muerte de alrededor de cuatro millones y medio. Por desgracia, estas cifras serán superadas ampliamente antes de acabar el año. Aunado a ello, se ha generado tal pobreza en el mundo, que sólo podría compararse con los descalabros económicos multitudinarios que ocurren en contextos de grandes revueltas armadas.
Si la intuición lingüística dio en el clavo al asociar a una guerra sin cuartel nuestra relación con esta enfermedad, y si cada día las noticias y las estadísticas mundiales muestran que estamos lejos de haber controlado la dispersión del virus, ¿de dónde viene la creciente displicencia con la que mucha gente ha decidido bajar la guardia?
Dentro de los elementos para comprender esta disociación entre nuestras certeras intuiciones sobre la gravedad de lo que estamos atravesando y nuestra actitud de relajamiento, tendríamos que considerar, por principio de cuentas, el hartazgo que sienten muchos por el encierro prolongado y por habitar en una permanente incertidumbre ante un enemigo invisible, que podría o no alcanzarlos, lastimarlos e, incluso, llevarlos a la muerte. También es necesario tomar en cuenta la innata capacidad para adaptarnos a las adversidades y hasta para sobrellevarlas ignorándolas o integrándolas a nuestra cotidianidad (nuestra proverbial capacidad de adaptación también funciona como un motor para la normalización de situaciones y dinámicas dañinas)…
Si bien lo ahora mencionado podría explicar en parte la creciente resistencia o el franco abandono de las medidas de seguridad, higiene y distanciamiento social entre muchas personas, creo que la explicación sería insuficiente. En realidad parece que ahora la actitud relajada tiene otro matiz y se está alimentando de nuevas fuentes, acaso más poderosas que el hartazgo y la capacidad de adaptación: ya no se percibe tanto el acostumbramiento a vivir en peligro, sino más bien la sensación de que estamos a salvo; de que el coronavirus está a punto de capitular. Esta percepción comenzó a notarse cuando fueron aprobadas las vacunas y las farmacéuticas iniciaron el proceso de su producción en serie, y fue aún más clara cuando los mensajes y las decisiones en muchos países parecieron confirmar ese precipitado triunfo sobre la enfermedad (paradójicamente, en contextos donde los contagios y las muertes iban otra vez a la alza).
Así, puede ser que el actual relajamiento en las medidas de seguridad sanitaria a nivel mundial no obedezca tanto a la normalización de la pandemia, sino a la equivocada sensación de que ya tenemos todo bajo control… Si bien se entiende la urgente necesidad de reactivar la economía internacional y un sinnúmero de actividades presenciales, lo cierto es que debemos buscar maneras de hacerlo que no impliquen ignorar el aumento en el número de contagios y de muertes, la re-saturación de hospitales, así como la aparición de variantes del virus con mayor fuerza de contagio.
Por supuesto que es encomiable la velocidad con la que logramos generar un puñado de vacunas altamente efectivas contra este nuevo coronavirus, y es claro también que la inoculación masiva es una de nuestras cartas más fuertes para controlar la pandemia; pero ‘descubrir’ no equivale a ‘inocular’, así como un puñado de personas vacunadas no son suficientes para hablar siquiera de ‘inmunidad de rebaño’… A pesar de ello, comenzamos a cantar victoria cuando más del 97% de la población mundial aún no recibía el biológico preventivo. Aun hoy, sólo 14% está completamente vacunado, otro 13% lo está de forma parcial (en el caso de las vacunas de dos dosis) y el 73% restante -es decir: casi seis mil millones de personas- aún no ha tenido acceso ni siquiera a una dosis de alguna de las vacunas disponibles.
Mientras se insiste en que lo peor ha pasado, los hospitales comienzan a llenarse nuevamente y raudales de personas se infectan de una nueva variante del SARS-CoV-2, de un poder de contagio tan alto que ya es la cepa dominante en muchos países, incluyendo el nuestro (me refiero a la variante Delta)… El problema de relajar las medidas de seguridad o de sentirnos confiados con precipitación es que se da la oportunidad al virus de que siga esparciéndose y mutando entre los miles de millones de personas que no han sido aún vacunadas. No es un secreto que hay posibilidades nada desdeñables de que alguna mutación sea lo suficientemente fuerte como para vencer a todas las vacunas. Si el azar y la evolución permiten que esto ocurra, volveremos a encontrarnos en el terrible escenario inicial…
Hemos ganado varias batallas importantes en esta lucha, como para subestimar al enemigo y dejarnos ganar la guerra. Por ello, quiero invitarlos a que actuemos con cautela y continuemos extremando precauciones. Además, invito a quienes no se han puesto la vacuna cuando les correspondía, a que acudan a los centros de salud para inocularse o que les den las fechas para rezagados, y a quienes ahora les toca asistir, que lo hagan por su bien y el de los demás. Creo que, dadas las circunstancias de emergencia, negarse a poner nuestro granito de arena para vencer al virus excede el campo del libre albedrío y entra en los terrenos de la incivilidad, así como la falta de ética y de respeto hacia los demás. ¿Cómo pedir a instituciones y autoridades que erradiquen la enfermedad y regresen todas las cosas a un estado de seguridad sanitaria y normalidad, cuando a la vez colaboramos con el virus para que se difumine y enferme a más personas? Incluso en los extremos del hartazgo o de la esperanza y el optimismo, debemos ser disciplinados y, sobre todo, congruentes entre lo que queremos que suceda y lo que hacemos para que eso suceda. Pongamos entonces de nuestra parte. ¡Nos vemos la próxima semana!