Universidad Autónoma de Aguascalientes

Día Internacional de la Fraternidad: una nueva y necesaria efeméride (Parte 2)

PDF | 626 | Hace 3 años | 12 febrero, 2021

Francisco Javier Avelar González

La semana anterior comentamos el surgimiento del “Día Internacional de la Fraternidad Humana”, efeméride que, por resolución de la Organización de las Naciones Unidas, se celebrará cada cuatro de febrero a partir de este año. Comentamos también que uno de los objetivos de esta fecha es promover una reflexión en torno a la polarización social, así como a las dinámicas de acumulación de riquezas, el consumismo exacerbado y la simultánea indiferencia hacia las necesidades de los sectores vulnerables; factores que, en conjunto, impiden el fortalecimiento de una necesaria fraternidad entre los pueblos.

Ya hemos abordado la cuestión del dogmatismo y las radicalizaciones ideológicas que están inoculándose —cada vez con mayor fuerza— incluso entre académicos, universitarios e instituciones de las que se esperaría una actitud apegada al raciocinio, la búsqueda de la verdad y la defensa de los derechos humanos de todas las personas, independientemente de su género, religión, gustos y filiaciones políticas. Esta semana trataremos el tema de la indiferencia de la sociedad hacia los sectores históricamente desfavorecidos (en las que pueden subsumirse las dinámicas de consumo irresponsable y la patológica acumulación de recursos por parte de un ínfimo porcentaje de la sociedad, en detrimento de la gran mayoría).

Al respecto, quisiera comenzar apuntando que —sin justificar las crecientes polarizaciones ideológicas, políticas y sociales— el endurecimiento de las posturas y la efervescencia de algunos discursos de odio y de líderes que los promueven tiene como uno de sus orígenes la actitud egoísta de gobiernos y sectores de la sociedad favorecidos, así como su complacencia —o por lo menos su mutismo— ante dinámicas industriales, laborales y mercantiles leoninas, que han derivado en la profundización de las brechas de desigualdad durante las últimas décadas.

En el texto que la ONU tomó como base para la creación del Día Internacional de la Fraternidad, se consigna que “…la injusticia y la falta de una distribución equitativa de los recursos naturales —de los que se beneficia solo una minoría de ricos, en detrimento de la mayoría de los pueblos de la tierra— han causado, y continúan haciéndolo, gran número de enfermos, necesitados y muertos, provocando crisis letales de las que son víctimas diversos países, no obstante las riquezas naturales y los recursos que caracterizan a las jóvenes generaciones. Con respecto a las crisis que llevan a la muerte a millones de niños, reducidos ya a esqueletos humanos —a causa de la pobreza y del hambre—, reina un silencio internacional inaceptable”. En efecto, impera un silencio cargado de egoísmo y mezquindad; un mutismo que permite la injusticia y la impunidad; que genera condiciones para la emergencia de hartazgo social y razonables reclamos por un cambio, pero también le abre la puerta a peligrosos resentimientos, perversas narrativas maniqueas y satanizaciones desde una generalización indebida.

El documento citado continúa de esta manera: “aun reconociendo los pasos positivos que nuestra civilización moderna ha realizado en los campos de la ciencia, la tecnología, la medicina, la industria y del bienestar, en particular en los países desarrollados, subrayamos que, junto a tales progresos históricos, grandes y valiosos, se constata un deterioro de la ética, que condiciona la acción internacional, y un debilitamiento de los valores […] y del sentido de responsabilidad. Todo eso contribuye a que se difunda una sensación general de frustración, de soledad y de desesperación, llevando a muchos a caer o en la vorágine del extremismo […] o en el integrismo ciego, llevando así a otras personas a ceder a formas de dependencia y de autodestrucción individual y colectiva.”

Es claro que debemos pugnar por el impulso de formas más responsables y adecuadas en la distribución de las riquezas, en las dinámicas de consumo y en la atención a los sectores poblacionales más desprotegidos. También debemos tener un cuidado inmenso para no confundir los objetivos y las maneras del cambio, y no caer (como de hecho está sucediendo) en la salida fácil del victimismo generalizado, así como “el extremismo y el integrismo ciego”: estas narrativas y actitudes no están contribuyendo a lograr la concordia, el bienestar individual y colectivo, y las anheladas justicia y equidad; todo lo contrario: empujan a las personas a desentenderse de sus propias responsabilidades, a odiar a la otredad y a caer en un estado de ansiedad, depresión e ira permanente, así como de desconfianza o confianza sectaria hacia los demás (por ejemplo, desconfiar o confiar en una persona solo en razón de su género, o creer ciegamente en las palabras de un político, aunque éstas no estén respaldadas por acciones y resultados).

¿Qué se puede hacer entonces? Aunque el camino es lento, la fórmula debe centrarse en la educación integral, el fortalecimiento de las instituciones y el mayor involucramiento de las personas en la selección de sus servidores públicos y en la presión para que se generen los cambios necesarios. En aras de vencer la indiferencia contra quienes menos tienen, se debe buscar, por ejemplo, la adopción de un esquema de progresividad en materia de impuestos, así como una mejoría —alejada de simulaciones y fines electoreros— en los programas de seguridad (salud) y apoyo social. Se debe trabajar desde las ONGs y los organismos públicos para la firma (y el cumplimiento) de compromisos y acuerdos que permitan la reducción de los índices de pobreza, inequidad y destrucción irresponsable de los ecosistemas.

Desde el polo personal, necesitamos renunciar a la mitología contemporánea del victimismo y el canto de sirena de los radicalismos ideológicos, con sus dogmas, satanizaciones y canonizaciones en racimo; en lugar de ello, es nuestro deber asumir la responsabilidad de nuestras acciones, hacer un examen autocrítico e identificar en qué decisiones cotidianas contribuimos al fortalecimiento de las desigualdades, la polarización y la destrucción del planeta.

Tenemos que regresar a la búsqueda del conocimiento, al raciocinio y a la ética argumentativa; incluso aunque los datos, la lógica y los argumentos acaben desmontando aquellas ideas en las que creemos. En este sentido, debemos preocuparnos también por la creciente difusión de discursos panfletarios, que se han desentendido de analizar y comprender la complejidad de los problemas sociales que nos aquejan y, en lugar de ello, han optado por presentar visiones insuficientes y falsas de una guerra entre buenos contra malos, víctimas contra victimarios, mujeres contra hombres, ricos contra pobres, blancos contra personas de color, o heterosexuales contra personas con otras identidades y preferencias sexuales…

Sobre todo quienes nos decimos universitarios —con las herramientas metodológicas, estadísticas, científicas e intelectuales que tenemos— no podemos caer en ese tipo de discursos sesgados: las soluciones reales de nuestros problemas requieren análisis profundos y multifactoriales, así como soluciones proactivas, respetuosas y justas para todos, en lugar de proclamas, linchamientos y eslóganes concentrados en romper toda posibilidad de diálogo y trabajo conjunto.

Debemos entender que, en tanto seres humanos, poseemos la misma dignidad, las mismas posibilidades éticas y los mismos derechos fundamentales. Por ello, cada uno en la medida de sus posibilidades debe buscar la mejoría personal, el conocimiento, el diálogo y la hermandad. Busquemos, hoy más que nunca, regresar a la fraternidad y la cooperación, a la construcción desde nuestras semejanzas y al enriquecimiento desde nuestras diferencias. ¡Nos vemos la próxima semana!

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