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PDF | 473 | Hace 1 año | 4 marzo, 2022
Francisco Javier Avelar González
La semana anterior tomamos como punto de partida en este espacio la noticia de que la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11) de la OMS había incluido la adicción a los videojuegos dentro del apartado de padecimientos mentales. Después de analizar esta inclusión como fenómeno discursivo, nos propusimos continuar con el tema el día de hoy, girando un poco nuestro enfoque para responder si era adecuado (y por qué) haber catalogado como enfermedad mental la adicción a los juegos de video.
En principio, nuestra respuesta es afirmativa: no habría razón para desestimar la dependencia nociva o autodestructiva de un amplio número de personas hacia cualquier cosa o actividad, si está en nuestras manos -como sociedad- ponerles al alcance los mecanismos que les permitan liberarse de esa suerte de esclavitud o padecimiento. Desde esta perspectiva, la decisión de la OMS tiene un claro componente político (además del sustrato médico/científico que, en teoría, respalda cada una de las declaraciones y documentos producidos por esta organización). Político porque estamos hablando de poner en la agenda y estandarizar a nivel mundial un asunto de salud pública que hasta la fecha no había sido visibilizado en una medida suficiente.
En ese tenor, lo que sorprende es que la clasificación, hasta el día de hoy (y así continuará al menos lo que resta del año), haya hecho mutis con respecto a otras adicciones evidentes y altamente nocivas que han atrapado a millones de personas, sobre todo -pero no exclusivamente- entre las generaciones de jóvenes. Me refiero a la absoluta dependencia que sienten por sus aparatos de telefonía celular o, más concretamente, por estar conectadas el mayor tiempo posible a determinadas redes sociales.
La sorpresa por la omisión ahora mencionada se deriva de un hecho simple: tanto la nueva enfermedad mental de la adicción a los videojuegos, como la hasta ahora no considerada enfermedad de la adicción a las redes sociales, operan en los mismos términos generales. Sus estructuras y dinámicas están diseñadas para que nuestro organismo produzca dopamina (o recompensas neuro-químicas) mientras más tiempo y más veces generemos interacciones en sus programas, retos o plataformas. Del lado de los videojuegos esto sucede por las sustancias que nuestro cerebro produce cada vez que se pasa de nivel o se logra vencer un enemigo; del lado de las redes sociales es un poco más complejo, pero la reacción química-neuronal puede ocurrir tanto por la acumulación de reacciones favorables (likes, favs, comentarios) a nuestras publicaciones, como por la sorpresa de encontrar nuevas publicaciones agradables, graciosas o que convaliden nuestra manera de pensar cada vez que volvamos a cargar la página o la desplacemos hacia abajo.
Como en cualquier tipo de adicción, en los casos mencionados la dependencia permanente se genera por dos motivos. Primero: ni los niveles en los juegos ni las reacciones favorables están ganadas de antemano: podemos no pasar el nivel y podemos obtener pocas reacciones o, peor, comentarios desagradables. Esta incertidumbre genera la necesidad de seguir dentro de la plataforma digital. El segundo motivo es que el placer obtenido en un inicio pronto será insuficiente para nuestro organismo, que pedirá más de eso que nos hace sentir bien. Cada vez necesitaremos más recompensas químicas, al grado de que llegará un punto que -si no se tiene fuerza de voluntad- seremos controlados por esa ya irreprimible necesidad de nuevos estímulos y premios.
Similitudes aparte, hay un componente mucho más perverso y peligroso para la salud en el diseño de las redes sociales, que ni por asomo aparece en los videojuegos: en estos últimos, cualquier jugador promedio es consciente de que los personajes y el mundo que habitan son ficticios; en cambio la inmensa mayoría de personas que acceden a Instagram o Tik-tok -por citar dos ejemplos- cree estar interactuando con o siguiendo a otras personas completamente reales. Y esto, por lo menos en el caso de los usuarios que acaparan seguidores y miradas (llamados “influencers”) es falso: los cuerpos perfectos son editados, las recomendaciones de productos que hacen son patrocinadas por las empresas que fabrican esos mismos productos; las vidas de ensueño suelen ser una fachada que edulcora o da un baño de pintura dorada a seres bastante similares a nosotros en lo que se refiere a inseguridades, temores y problemas personales.
La perversidad de esta característica propia de las redes sociales es que muchos de sus usuarios desarrollan aprehensión, angustia o frustración al comparar sus cuerpos, sus bienes y sus vidas con la de aquellos influencers y artistas que siguen. Por ello, las dimensiones de los problemas de salud pública generados por estas redes podrían ser más preocupantes que lo generados por los videojuegos, pues aunque ambos comparten en su diseño componentes para causar adicción, las redes impulsan simultáneamente el desarrollo de sentimientos negativos como la ansiedad, la autocensura, la baja autoestima y la depresión. Considérese, dentro de este panorama, que las redes explotan pérfidamente la enorme necesidad de identidad y pertenencia que radica en cada uno de los seres humanos. Esta combinación provoca un bucle del que es muy difícil salir (y por el que estas plataformas tienen a tantos millones de usuarios cautivos).
No se puede negar que -bien aprovechados- videojuegos y redes pueden ser incluso benéficos en ámbitos controlados relacionados con la educación, la cultura y la información en general; pero no por ello debemos dejar de atender y buscar las maneras de acotar las graves problemáticas que desencadenan en la salud mental de un sinnúmero de usuarios. Reitero entonces que es positiva la decisión de la OMS de incluir la adicción a los videojuegos en la CIE-11, mientras, al mismo tiempo, es totalmente incomprensible que, a estas alturas, no aparezcan en su radar la adicción y los otros daños psicológicos y psiquiátricos que generan las redes sociales… ¡Nos vemos la próxima semana!