Universidad Autónoma de Aguascalientes

El coronavirus, nuestra capacidad de respuesta y el hambre

PDF | 777 | Hace 4 años | 24 abril, 2020

Francisco Javier Avelar González

En las últimas semanas, las sociedades del mundo han demostrado una enorme capacidad de adaptación y sacrificio organizado, para dar una respuesta contundente a la veloz propagación de un virus muy contagioso y con una letalidad diez veces más alta que la de la gripe común y la influenza. El hecho es destacable porque nos permite constatar que, de querer hacerlo, podríamos tener la misma contundencia y organización para paliar y revertir otros grandes problemas (sociales, de salud o medioambientales) que aquejan al mundo; problemas que si no se toman en serio pronto, provocarán una crisis mucho peor a la que estamos viviendo. El hecho positivo -que podamos medir con suficiente precisión nuestra capacidad de respuesta masiva ante una adversidad mundial- ha quedado un tanto escondido por el contexto.

Frente al panorama desalentador que se nos presenta (la ausencia aún de noticias esperanzadoras a corto plazo, la caída de los mercados financieros, el desplome en los precios del petróleo, el creciente desempleo y el mismo confinamiento prolongado) es complicado generar respuestas optimistas y mantener a raya las sensaciones de incomodidad o angustia y, en algunos casos, las suspicacias. Mientras muchas personas entienden la necesidad de las medidas especiales, cumplen al pie de la letra el confinamiento voluntario y extreman precauciones de higiene en sus hogares; algunas otras deciden no respetar este esfuerzo comunitario, amparándose en dudosas razones que van desde la afirmación de que el virus no existe, hasta un cuestionamiento a la drasticidad de las medidas impuestas (expresando, por ejemplo, que el paro casi total de la economía es una reacción exagerada, cuyas consecuencias durarán más y serán igual o más devastadores que las de la epidemia por sí sola).

Sobre la existencia del virus y sus efectos, hay documentos científicos suficientes que lo acreditan, por lo que se puede concluir esa discusión sin mayor problema y dejarla sólo como terreno para teorías de conspiración y otras fantasías. Con respecto a las dudas de la posible sobrerreacción de los gobiernos de muchos países, es necesario señalar que, en menos de cuatro meses, hemos pasado de tener un centenar de casos distribuidos en diversos países (quitando el caso de China, cuna de la enfermedad) a casi tres millones de infectados oficialmente confirmados. Esto a pesar de las extremas medidas gubernamentales, que en muchos casos incluyeron la suspensión de vuelos internacionales, el cierre de fronteras, el confinamiento obligatorio de la ciudadanía y la suspensión de actividades económicas y sociales no esenciales.

Si a pesar de haber tomado estas decisiones, la propagación del virus sigue aumentando con buen ritmo, ¿qué hubiera sucedido de no haber realizado acciones drásticas de respuesta? No serían los enfermos, sino los muertos los que contaríamos por millones, y no sólo por causa del covid-19: al llenar las salas de emergencia y las camas de terapia intensiva de los hospitales, al saturar los servicios de salud y al personal médico capacitado, millones de personas con otras enfermedades graves y urgencias médicas quedarían en desamparo. La reacción en cadena y el número de muertes (y de nuevos enfermos) en apenas cuatro o cinco meses sería de proporciones monumentales. A lo dicho, hay que agregar que cuando hablamos de covid-19 nos referimos a una enfermedad nueva, para la que no hay aún ninguna cura probada, ni mucho menos una vacuna. Es cierto que su letalidad parece baja comparada con otras enfermedades de transmisión por contacto entre personas, pero si consideramos su poder de contagio y que, de nuevo, no tenemos vacunas ni defensas sólidas para combatirla, su baja letalidad se traduciría -de no hacer nada- a centenares de millones de muertes a nivel mundial en tiempo récord. Y ante esa situación posible y el usual nerviosismo de los mercados financieros, no es difícil imaginar que la crisis económica también habría hecho su aparición en ese escenario. Se han tomado las medidas que tenían que tomarse; de eso no hay duda. Si algo podría apuntarse como negativo, fue la tardanza de los gobiernos de muchos países -hace dos o tres meses- para entender la gravedad de lo que se venía.

Con tardanza o no, es destacable que en el mundo hemos logrado entender la dimensión del problema, no por sus -hasta ahora- aproximadamente 200 mil muertos confirmados (cifra insignificante si la comparamos con los dos millones 550 mil fallecimientos por cáncer, en el mismo lapso), sino por su devastador alcance hipotético y sus inevitables daños colaterales. Es loable también la magnitud y drasticidad del sacrificio que los países han estado dispuestos a realizar para frenar esta pandemia. Y con esta capacidad de respuesta como ejemplo y prueba de lo que podemos hacer cuando estamos decididos a ganar una batalla, no nos vendría mal reflexionar -una vez que pasemos la emergencia sanitaria- que tan sólo en el primer cuatrimestre de este mismo año, murieron por hambre y desnutrición tres millones y medio de personas…

Tal vez nos convendría darle al hambre en el mundo la importancia y el tratamiento propio de una pandemia, con las ventajas y salvedades de que no se contagia por contacto, no necesita que pare la industria y el comercio para erradicarla y no requiere ni una cuarta parte de los presupuestos designados al coronavirus para frenarla. En sentido estricto, sería mucho menos complicado evitar muertes por hambre que por covid-19 y, al ser de esta manera, tendría que pesar como una loza insoportable el saber que, en este otro tema, hasta el momento esos millones de vidas perdidas nos han sido indiferentes.

¡Nos vemos la próxima semana!

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