Universidad Autónoma de Aguascalientes

Entre el Mar de Aral y Wuhan… ¿Qué papel jugamos en catástrofes que tienen origen en otros lugares del planeta?

PDF | 830 | Hace 3 años | 10 julio, 2020

Francisco Javier Avelar González

Entre Kazajistán y Uzbekistán (Asia Central) hay un desierto que parece haber surgido de un sueño surrealista; es fantástico y terrible al mismo tiempo: en la vasta superficie de este lugar inhóspito, uno puede encontrar regados aquí y allá enormes embarcaciones escoradas. En más de una es posible observar no sólo el casco de la nave, sino incluso su quilla, completamente oxidada. La visión apocalíptica no responde a un proyecto de arte contemporáneo: los barcos ahora abandonados y presas de la corrosión llegaron hasta ahí navegando, tripulados por pescadores y marinos mercantes…

En 1960 este desierto se gloriaba de ser uno de los cuatro lagos más grandes de todo el orbe. Tan grande, que llevaba por nombre “Mar de Aral” (a pesar de no ser mar). ¿Cómo puede extinguirse una superficie líquida, con 68 mil kilómetros cuadrados de extensión, en menos de 60 años? La respuesta es casi obvia: por la intervención del ser humano. En la segunda mitad del siglo pasado, las autoridades de la hoy extinta URSS decidieron desviar el cauce de los ríos que alimentaban a este enorme lago, a fin de regar cultivos de algodón. Sin fuentes de alimentación, el lago fue extinguiéndose hasta convertirse en un desierto y un tétrico cementerio de navíos.

De acuerdo con especialistas en medio ambiente, la desecación de este lago es una de las catástrofes medioambientales más grandes de nuestra época; pero ni de lejos se trata de un caso aislado. La Convención para Combatir la Desertificación, de las Naciones Unidas, indica que sólo en lo que va de 2020 se han desertificado 6 millones 200 mil hectáreas. Este dato abrumador no considera los casi tres millones de hectáreas de bosques y selvas perdidos, ni los casi cuatro correspondientes a suelos erosionados en el mismo lapso.

La desertificación, como desastre provocado por el ser humano, no sólo sucede cuando gobiernos o entidades particulares deciden desviar el curso de los ríos para el beneficio de sus proyectos; sino que sobre todo se debe a causas como la tala indiscriminada de árboles “maderables” y la tala de zonas naturales para convertirlas en tierras de cultivo; contribuye además la agricultura a gran escala e intensiva, y el sobrepastoreo (esta sobreexplotación de las capacidades de la tierra en la agricultura y la ganadería impide, dependiendo del caso, que los suelos se carguen nuevamente de nutrientes o que la vegetación alcance a crecer otra vez).

A los estragos que estamos causando en selvas, bosques, valles y lagos, se suman consecuencias indirectas de igual gravedad. Una de ellas es la proliferación de enfermedades zoonóticas, como la que actualmente estamos padeciendo en todo el mundo. Vale la pena recordar que una enfermedad zoonótica es aquella que se transmite de animales a humanos, ya sea por exposición directa o indirecta. Puede ser, como en el caso de COVID-19 y otros coronavirus, derivado del contacto o del consumo de carne de un animal contaminado con un patógeno o virus determinado. Ya desde 2004 la Organización Mundial de Sanidad Animal advertía que 75% de las nuevas enfermedades humanas eran de tipo zoonóticas.

La relación que hay entre las actividades humanas que están destruyendo los hábitats naturales (como la tala indiscriminada, la desecación de ríos, lagos y mantos acuíferos, la ganadería y la agricultura intensivas, etc.) y la aparición de nuevas enfermedades de esta índole tiene dos vertientes: Por un lado, la reducción de espacios propios para la fauna silvestre provoca hacinamientos entre los animales, así como un contacto cada vez más común e inevitable con poblaciones humanas y con animales criados para nuestro consumo (reses, cerdos, gallinas, etc.). Por otro lado, el hacinamiento ya habitual de estos últimos (en establos y granjas, por ejemplo) ha terminado por ser un caldo de cultivo perfecto para la transmisión y propagación de nuevos patógenos, que no sólo enferman a grandes poblaciones animales, sino que son capaces de adaptarse para infectar personas…

Otra importante consecuencia de la desertificación es que ésta provoca escasez de agua y de las condiciones mínimas necesarias para que las personas puedan hidratarse, asearse y generar alimentos. Sin agua potable y/o para aseo personal, así como para la agricultura y la ganadería, los seres humanos somos más proclives a contraer serios padecimientos de salubridad y enfermedades infecciosas, que en muchos casos son letales. Estudios de la OMS indican que la escasez de agua ya afecta, en mayor o menor medida, al 40% de la población mundial (especialmente a las comunidades más desfavorecidas o vulnerables en su situación económica). De forma indirecta, al deterioro ambiental le debemos un sinnúmero de muertes por enfermedades (diarrea, cólera, disentería, etc.) relacionadas con la falta de agua o con la utilización de las escazas e insalubres fuentes disponibles…

El 17 de junio se conmemoró el Día Mundial Contra la Desertificación y la Sequía, y el martes de esta semana (7 de julio) conmemoramos el Día Internacional de la Conservación del Suelo. Urge que hagamos conciencia sobre la relación que tenemos con estos temas y con otros problemas medioambientales: nuestro consumismo, el desperdicio cotidiano de agua en nuestros domicilios (por ejemplo, al lavar el auto o al dejar correr el agua en la regadera mientras se calienta) y nuestra alimentación desbalanceada y excesiva (sobre todo de productos cárnicos) tienen un correlato fundamental en temas de desertificación, erosión de suelos, contaminación y otras problemáticas de deterioro ambiental; también nuestra forma de vida tiene una fuerte relación con el surgimiento de enfermedades mortíferas (independientemente de la ciudad o país donde se presenten por primera vez). Desde la relativa comodidad y orden de las urbes que habitamos, puede costarnos trabajo ver esta relación; pero existe y es grave: no olvidemos que la generación de todos los bienes y servicios que utilizamos cada día, requiere de grandes cantidades de tierra, agua y otras materias primas; recordemos también que, en un mundo globalizado, muchos de los productos que poseemos o consumismos tienen su origen o fueron hechos con materias obtenidas en diversos lugares del mundo.

La naturaleza nos está cobrando nuestra prolongada indiferencia y, aun así, hay quienes -por ignorancia o displicencia- continúan apostando por una forma de vida insostenible y dañina para todos. Ejemplos como el del “Mar de Aral” o la pandemia que ahora azota al mundo seguirán multiplicándose mientras nuestra indiferencia, consumismo e irresponsabilidad no sea frenada. Aunque nos neguemos a verlo, aunque vivamos en una ciudad a miles de kilómetros de distancia de Kazajistán o de Wuhan, somos corresponsables de sus catástrofes medioambientales y sanitarias. Hagamos conciencia y, por el bien del planeta y de nuestra propia especie, generemos un cambio.

¡Nos vemos la próxima semana!

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