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PDF | 1896 | Hace 3 años | 14 agosto, 2020
Francisco Javier Avelar González
Gracias al esfuerzo de más de una veintena de investigadores(as) de alto prestigio nacional e internacional, bajo la coordinación del maestro Felipe Martínez Rizo, el lunes concluimos un proyecto en el que estuvimos trabajando desde principios de año: un libro de ensayos en el que proponemos una reflexión profunda y (auto)crítica sobre la autonomía de las Instituciones de Educación Superior mexicanas.
Quienes trabajamos para dar vida a esta obra creemos que los ataques de algunas legislaturas y gobiernos contra las universidades autónomas de sus respectivas regiones merecen una respuesta firme y clara. Por otro lado, el establecimiento constitucional de la gratuidad y obligatoriedad de la educación terciaria, así como la Propuesta de Ley General de Educación Superior, representan una gran oportunidad para abrir canales de reflexión y diálogo, que permitan comprender cabalmente el concepto de autonomía universitaria, sus implicaciones, aplicaciones, alcances y posibilidades de mejoría.
Convencidos de que tanto dicha autonomía como su discusión atañe a todos los ciudadanos, porque toda la sociedad se beneficia directa e indirectamente de este derecho, en la UAA hemos decidido poner a su disposición la versión digital de este libro de manera gratuita, a través de nuestra página oficial (se puede acceder directamente a la obra escribiendo el siguiente enlace en su computadora o dispositivo con acceso a internet: https://editorial.uaa.mx/docs/autonomia_coyuntura.pdf)
Con fines de difusión, esta semana y la siguiente publicaré el prefacio que redacté para dicho libro. Aquí la primera parte:
En el ámbito político y académico, la historia ha cubierto de un hálito de probidad al concepto de autonomía. Este revestimiento simbólico no es gratuito, al menos en un contexto como el de nuestro país. Un acercamiento profundo al florecimiento y la consolidación de los Órganos Constitucionales Autónomos (OCA) en las últimas décadas nos permitiría observar lo mucho que les debemos en temas como el ejercicio real de la democracia, el acceso a la información, la competencia económica y el desarrollo nacional sin las dañinas costumbres del poder unívoco y autoritario, ejercido desde el presidencialismo que padecimos durante varios sexenios. El caso de la autonomía de las universidades corre una suerte paralela a la de los OCA, aunque con particularidades ontológicas, históricas, legales y prácticas que la distinguen de la ejercida por estos últimos.
A diferencia de los órganos descentralizados de carácter no formativo, las universidades autónomas modernas se fundan por la necesidad de generar y difundir conocimiento científico, sin presiones externas que corrompieran o asfixiaran este noble fin. El primer intelectual que pensó en términos semejantes, y que les dio unidad y concreción, fue Wilhem von Humboldt. Este intelectual germano concebía a las universidades como mecanismos para elevar la cultura y propulsar la ciencia desde la libertad (autonomía), el rigor y la soledad indispensables en el trabajo propio de la reflexión y la investigación. La universidad estaba llamada a ser, así, un pilar para las sociedades contemporáneas.
Indirectamente, Humboldt marcó la ruta de la educación superior en diversos países. Desde sus leyes orgánicas, muchas universidades se concibieron como instituciones destinadas a propiciar el conocimiento y el desarrollo humano, amparadas tanto en la libertad de investigación y cátedra, como en una suerte de blindaje económico y de gestión administrativa. Sin ir más lejos, las ideas sobre las que el gran filósofo e intelectual prusiano levantó la Universidad de Berlín son las mismas que sostienen formalmente a las universidades públicas autónomas mexicanas y que dieron cuerpo a la actual fracción VII del artículo tercero de nuestra Carta Magna.
El trasfondo desde donde emergió la autonomía universitaria en nuestra latitud ayudó a darle un lugar especial dentro de la constelación de Organismos Constitucionales Autónomos. En un contexto de luchas y reivindicaciones sociales en Latinoamérica, la educación -incluyendo la de nivel terciario- fue entendida como uno de los conductos más importantes para la consecución de justicia social, democracia, igualdad, participación crítica en la vida pública y desarrollo ciudadano; un conducto capaz de dar cauce, preparación y proyección a los jóvenes (el capital humano más preciado de cualquier grupo y en el que suelen depositarse las esperanzas de mejoría comunitaria). Con tales fines y desde la defensa de la investigación y la docencia alejadas de la latente corrupción que trae consigo el poder político, las universidades se elevaron ante los ojos de la sociedad sobre cualquier otra institución pública.
La confianza ciudadana en los Institutos de Educación Superior se ha mantenido a lo largo de los años. En el caso mexicano, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2017 ha hecho patente que la satisfacción de la sociedad por el trabajo y la atención de las universidades públicas (cifrada en un promedio de 82,7% de encuestados satisfechos) es muy superior a la que siente por otros servicios que le ofrece el Estado, como los correspondientes a la seguridad pública (23,8%), la manutención de las carreteras libres de cuota (30,5%), el drenaje y el alcantarillado (43,7%), los servicios de salud brindados por el IMSS (44,4%) o incluso la misma educación pública en sus niveles obligatorios (primaria y secundaria: 66,7%).
Recapitulando: de manera general y cuando se habla de instituciones públicas, el concepto de autonomía goza de un considerable prestigio en nuestro país porque, con todo y sus áreas de oportunidad, los OCA lograron erigirse como un sistema de contrapesos y de vigilancia administrativa cercano a la defensa de los intereses de la sociedad (no siempre coincidentes con los propios de quienes encarnan el gobierno-Estado). Dentro de este conjunto de organismos desde los que nuestro país puede reencontrar y/o consolidar el equilibrio de poderes, la equidad, los derechos humanos, la competencia justa y la democracia, las universidades autónomas se distinguen por sus raíces históricas, legales y ontológicas, así como por la complejidad, la profundidad y el valor universal de sus funciones.
A la valía intrínseca de estas instituciones educativas se suma su compromiso social; su trabajo. Si las universidades públicas autónomas gozan de una notable confianza ciudadana, se debe -entre otros motivos- a las decenas de miles de profesionistas que egresan de sus recintos anualmente, así como al monumental incremento de sus índices de matriculación en los últimos 70 años y al diverso conjunto de investigaciones, proyectos y servicios -no sólo académicos o científicos, sino también de salud, jurídicos, deportivos, artísticos y empresariales- que ofrecen a la sociedad como parte de sus actividades sustanciales. Estos productos y servicios se traducen a decenas (o cientos) de millones de beneficios directos e indirectos para la población.
Con todo, no podemos omitir que el sistema mexicano de educación superior -en el que son igualmente protagonistas el gobierno y todas las instituciones de educativas de dicho nivel- está aún lejos de responder de forma amplia a las necesidades de la sociedad. Aunque aproximadamente dos de cada 10 mexicanos de entre 25 y 64 años tienen educación superior (lo que arroja un porcentaje de un poco más de 20% entre la población de este rango de edades), lo cierto es que somos uno de los países con los porcentajes más bajos de ciudadanos con estudios universitarios dentro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), cuyo promedio es de más de 40% y donde naciones como Corea, Japón, Reino Unido y Canadá registran porcentajes de más de 50% y hasta 71% de ciudadanos con estudios de nivel superior. Esto, habla de un problema importante en nuestro país; cuestión que, insisto, no compete solo al aparato gubernamental, sino también a las universidades, de donde tendrían que generarse propuestas para ayudar a solucionarlo… (Continuará la siguiente semana).