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PDF | 1265 | Hace 3 años | 11 octubre, 2019
Francisco Javier Avelar González
“Somos nuestra memoria” escribió Jorge Luis Borges, quien definió esta facultad y baluarte de la Historia como un “montón de espejos rotos”… Recordamos por innumerables razones; una de ellas -quizás la más importante y que sintetiza el escritor argentino en su sentencia- es para darnos una identidad. Quien no conoce su pasado ignora también quién es y hacia dónde debe y puede encaminar sus pasos; quien olvida su historia, además de correr el riesgo de repetir errores cometidos (como lo expresó Napoleón Bonaparte), se traiciona y peca -quiéralo o no- de injusticia o de cobardía.
A veces se nos pide que, por salud mental, olvidemos o dejemos ir alguna situación del pasado que nos atormenta o que resultó ser afrentosa. Me parece que hay ocasiones en que la petición, de cumplirse, lejos de conseguir paz y estabilidad, abre la puerta a la impunidad y al encumbramiento de la injusticia. Pienso en el caso específico de los sucesos que incumben a toda una comunidad, un estado o un país. Pienso, por ejemplo, en el fatídico dos de octubre de 1968, en el Halconazo, o en el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa, en los sucesos de Acteal, o también, si ilumino con más amplitud aquel “montón de espejos rotos”, en lo que significan las huelgas de Cananea y Río Blanco, hace más de un siglo.
¿Recordamos para asirnos al horror, el dolor o la vergüenza, en una suerte de masoquismo colectivo? En absoluto. Lo hacemos para entender, por ejemplo, de dónde surgieron y cuánto nos ha costado ganar o hacer respetar algunos derechos; también para condenar la brutalidad de la que puede ser capaz el Estado cuando no tiene contrapesos. La conmemoración de estos trágicos acontecimientos ayuda en gran medida a entender por qué necesitamos vivir siempre en una democracia participativa efectiva, y bajo un sistema de poderes equilibrados y organismos públicos autónomos que eviten la tiranía de la dictadura o la autocracia.
No olvidar, en este caso, nos permite también construir un presente y un futuro en donde se evite a toda costa que se derrame la sangre de quienes se manifiestan y exigen mejores condiciones de vida… Es cierto: sería mucho menos doloroso que nuestra memoria fallara en estos casos; pero le fallaríamos también a los estudiantes, los activistas, los obreros, los campesinos y todos los ciudadanos que pagaron con su vida por nuestros derechos. Y a los perpetradores, a los autores intelectuales y materiales de los agravios, les daríamos el mensaje equivocado: puedes reincidir, que nadie va a acordarse; puede venir otro a provocar una nueva desdicha, que no se le pedirán cuentas, ni deberá temer a la justicia…
Hace una semana rememoramos en el país la tragedia de Tlatelolco; hecho impresentable en los anales de nuestra historia contemporánea, pero al cual tenemos la obligación política y social de evocar, para que no nos vuelva a suceder algo semejante y para recordarnos también la necesidad de luchar permanentemente por construir un país donde se honren y respeten los derechos humanos. Uno de estos, el “Derecho a la verdad”, obliga al Estado a transparentar o hacer pública la investigación de determinados sucesos y la identidad de sus protagonistas, en las ocasiones en que integrantes de la ciudadanía fueron violentados o incluso les fue arrebatada la vida por elementos del Estado mismo. Hagamos valedera entonces esta demanda de información, a fin de que la inseguridad, la corrupción y la impunidad se erradiquen como -por desgracia- rasgos recurrentes en la configuración identitaria de nuestro país.
No olvidemos; no dejemos de elevar nuestra voz por quienes han sido víctimas o mártires en nuestro país. Pero hagámoslo siempre a través de manifestaciones soportadas en la razón y las verdaderas intenciones de construir un mejor entorno. Combatir la violencia y la impunidad a través de la violencia impune se antoja igual de inteligente o bienintencionado que intentar apagar un incendio con teas encendidas. Que la única antorcha sea la que ilumine nuestra memoria y nuestro raciocinio.