Universidad Autónoma de Aguascalientes

La otra revolución: el empuje al sistema educativo en el México posrevolucionario (parte 1)

PDF | 5064 | Hace 3 años | 31 julio, 2020

Francisco Javier Avelar González

El 25 de julio de 1921, gracias a las gestiones y la labor de convencimiento de José Vasconcelos -entonces rector de la Universidad Nacional de México-, el presidente Álvaro Obregón decretó la creación de la Secretaría de Educación Pública. Es cierto que fue hasta octubre que esta secretaría pudo materializarse oficialmente; sin embargo, la importancia del 25 de julio radica en que fue entonces cuando la idea de su gestación tuvo el eco y el apoyo necesarios de la Presidencia.

Aunque ahora no hacen falta explicaciones para justificar la existencia de una institución semejante, conviene recordar el valor histórico de su surgimiento precisamente en aquel momento, casi una década después de que comenzara esa enorme guerra nacional provocada por el asesinato del presidente Francisco I. Madero y la usurpación de la investidura presidencial perpetrada por Victoriano Huerta.

Como sabemos, la lucha contra Huerta derivó -después de su caída- en diversas pugnas internas entre los principales caudillos. A pesar de las diferencias entre las facciones revolucionarias, en 1917 la voluntad conjunta y el afán de establecer bases sólidas para la justicia social y la democracia, permitieron que pudiera redactarse y aprobarse una nueva Constitución Política para el país. Este documento, ejemplar en todo el mundo por su especial atención a las garantías sociales, significó el primer paso concreto -desde la construcción y el consenso- que daríamos para convertirnos en la nación que somos. Sería también el más grande fruto después de tantos sacrificios y derramamiento de sangre de connacionales.

En los años consecuentes se llevaron a cabo esfuerzos ligados a buscar la mejoría en las relaciones obrero-patronales en favor de los trabajadores, históricamente desfavorecidos; la repartición equitativa de las tierras y la emergencia de una democracia que respetara la no reelección y el sufragio ciudadano en las urnas. En este contexto, una de las materias pendientes y de mayor apremio era la educación.

Aunque es cierto que durante el Porfiriato no todo fue malo y que hubo avances significativos en diversos temas, como los correspondientes a la industria y la infraestructura del país, la cuestión educativa no fue especialmente notable: en 1910, a sólo unos meses de que Porfirio Díaz firmara los tratados de Ciudad Juárez con los que dimitiría a la Presidencia (el 21 de mayo de 1911), tres cuartas partes de la población era analfabeta. Este solo dato nos permite observar que México sufría de una enorme desigualdad, en la que la educación más básica no era derecho ni patrimonio de las mayorías -como tendría que ser-, sino el privilegio de sólo unos cuantos.

La Constitución de 1917, en su artículo tercero, renovó la preocupación por corregir el rumbo educativo (que ciertamente ya había comenzado a tomar forma en el último periodo del Porfiriato, como puede deducirse de la Ley de Instrucción Pública de 1988 y la creación de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1905). Gracias al Congreso Constituyente encargado de elaborar la nueva Carta Magna, se elevó a rango de garantía constitucional el derecho (y la obligación) a la educación primaria, misma que tendría que ser impartida de forma gratuita por el Estado. Ahora sólo hacía falta dar concreción a la ley, mediante una estrategia adecuada.

La historia nos ha enseñado que la sola redacción de un reglamento, una ley o incluso una Constitución entera no implica su cumplimiento. Sin mecanismos e instituciones lo escrito no pasaría de ser otra cosa que letra muerta. En el contexto de la educación en México, poco se hubiera avanzado para dar vida y cauce al artículo tercero de nuestra Carta Magna, si José Vasconcelos y un nutrido grupo de educadores, intelectuales y artistas no hubiesen insistido en la imperiosa necesidad de democratizar el acceso a las letras, el conocimiento y la cultura.

Desde la encomiable visión de Vasconcelos, México requería de un ambicioso programa de alfabetización y culturización operado por una dependencia que alcanzara no sólo a la ahora Ciudad de México y un puñado de urbes, sino a todos los confines de la república. Además, creía fervientemente en el poder de las artes como medio educativo y en la mayor responsabilidad de quienes más conocimientos tenían con respecto a quienes menos. Por eso, cuando fue nombrado rector de la hoy UNAM, expresó que sus intenciones no eran trabajar por la Universidad, sino que la Universidad trabajara para el pueblo.

Desde 1921, una vez al frente de la flamante secretaría, Vasconcelos fraguó uno de los proyectos integrales de educación, arte y vinculación social más grandes que ha visto México (y no sería exagerado decir que también el mundo occidental). Su programa incluyó la creación de bibliotecas, “casas rurales” y escuelas en todo el país (tan sólo en sus primeros tres años al frente de la SEP elevó en 50% la cantidad de estudiantes, docentes y escuelas); así como la producción y distribución masiva y gratuita de libros de texto y obras literarias. Como las bellas artes también estaban a su cargo, desde su gestión se fundó una orquesta sinfónica nacional y se volvió a dar vida a instituciones como el Conservatorio Nacional y la Academia de San Carlos; creó escuelas técnicas y de ciencias de nivel medio-superior y logró un involucramiento nunca antes visto de artistas y universitarios en la labor de alfabetizar y llevar las artes y la cultura a todo el país… La materialización de sus esfuerzos no sólo dio rumbo a nuestra nación en materia educativa, sino que también hizo posible lo que él mismo había expresado como una necesidad urgente: cambiar las armas por los libros o, en sus palabras, sustituir a los ejércitos de destructores por los ejércitos de educadores.
Se ha agotado el espacio de esta columna. La siguiente semana daré continuidad a este texto, para enfocarnos en la plausible idea de Vasconcelos sobre la obligación ética y social que tenemos los universitarios, artistas y profesionistas para con los más desfavorecidos.

¡Hasta entonces!

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