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PDF | 783 | Hace 3 años | 19 marzo, 2021
Francisco Javier Avelar González
Tal vez con planteamientos un tanto distintos entre sí, lo más probable es que si preguntásemos aleatoriamente a personas adultas sobre sus deseos o aspiraciones, la mayoría coincidiría en que desea ser feliz. Dada la abstracción del término, algunos asociarán la felicidad con al menos un par de las siguientes condiciones: conservar o recuperar la salud (si se ha perdido), mejorar sus relaciones interpersonales, encontrar una pareja adecuada, ascender en la escala económica y social, alcanzar fama o reconocimiento público, etcétera.
En todos los casos, el concepto de felicidad se asocia con un sentimiento de satisfacción derivado de la autoaceptación, los logros personales y las condiciones del entorno en que uno vive. Como puede inferirse, nuestra complejidad mental difícilmente activa esa sensación de plenitud si no se combinan varios factores de manera simultánea (por ejemplo, tener salud puede ser un requisito importante -aunque no indispensable- para acceder a un estado de felicidad, pero no será suficiente para quien tenga aspiraciones afectivas, laborales o financieras que aún no ha logrado solventar).
Aunado a lo anterior, debemos considerar que nuestra idea de felicidad es flexible, depende del contexto y necesita puntos de contraste, ya sea individuales o colectivos. En este tenor y dado que somos seres gregarios, constantemente realizamos comparaciones para determinar nuestra posición en la escala social, así como lo placentera y fructífera que es nuestra vida, en relación con las de los demás. Estas comparaciones son un arma de doble filo porque, si bien es cierto nos parecerá que tenemos ventajas con respecto a otras personas, también es verdad que siempre encontraremos a alguien con más reconocimiento o talento, mejor posición laboral o mejores relaciones que nosotros (no es gratuita la frase de “el plato ajeno siempre es el más lleno”). Y saber eso puede despertar la confusa sensación de que en realidad no hemos alcanzado la felicidad deseada o que creíamos tener, porque podríamos estar mejor o deberíamos estar mejor, dado que otros lo están.
Compararnos con otros puede ser peligroso si no tenemos el equilibrio emocional suficiente, o si no sabemos interpretar y canalizar el benéfico deseo de superarnos, provocando que más bien florezca en nosotros el resentimiento, la envidia o la frustración. Esta situación se agrava cuando permitimos que nuestros criterios para medir la felicidad, el éxito o la trascendencia, sean moldeados por la visión profundamente capitalista, consumista y hedonista que impera en gran parte del mundo contemporáneo.
Cuando la idea de felicidad se enfoca obsesivamente en alcanzar una capacidad económica muy por encima de la media, en mostrar una belleza física casi imposible de lograr sin pasar por el bisturí y el Photoshop, y en el culto al individualismo absoluto (junto a una tergiversada “independencia emocional”, que llega a ver con horror incluso la idea de compartir la vida mediante un compromiso afectivo duradero) nuestras posibilidades de sentirnos felices se reducen de forma considerable, por varias razones:
Primero, porque caeremos en la trampa que nos tienden las grandes compañías, donde la capacidad económica sólo tiene sentido en la medida en que se pueda mostrar a los demás que se posee mayor variedad de ropa, un auto de lujo -o al menos uno de año reciente-, el teléfono celular con más gadgets, la pantalla de televisión más grande o la posibilidad de viajar constantemente a sitios paradisiacos. El sistema está hecho para que constantemente se tenga que gastar en nuevos productos (o viajar con frecuencia a lugares icónicos), a fin de fabricar una imagen de poder, belleza y satisfacción que otros admiren y deseen. Algo que no puede -ni quiere- asegurar este esclavizante sistema de consumo, simulación y competencia es, precisamente, la sensación de estar satisfechos y felices (¿qué venderían si dejaran de fabricar nuevas necesidades?).
Algo muy similar ocurre con el culto preponderante a la belleza física, entendiendo esta última no desde la sana concepción de tener un cuerpo saludable (lo que habla de un genuino aprecio personal), sino desde los estándares impuestos por diseñadores, empresas de publicidad, televisoras y filtros de redes sociales y aplicaciones digitales. Al participar en el enfermizo culto al cuerpo perfecto -al cuerpo casi imposible-, nos acercamos a la reducción del valor de las personas mediante su cosificación: al igual que un auto de lujo o una joya, muchos se asumen a sí mismos o asumen a los demás como un bien material, que puede comprase y exhibirse frente a otros, como muestra de poder y de éxito personal (de ahí también que haya gente que no tenga intención de mejorar su cuerpo, pero sí de conseguir una pareja que otros puedan envidiar).
De igual forma, nos sometemos a la violencia de injustos escrutinios frente al espejo, que nos deprimen y nos empujan a gastar fuertes sumas en el quirófano, o nos condenan a la frustración y el desasosiego por no tener la nariz, el abdomen, los senos, la espalda o los pómulos de esos(as) modelos que vemos diariamente como ejemplos; o incluso por no parecernos a las irreales versiones digitales (modificadas mediante filtros) de nuestro propio rostro. Si esto suena exagerado, consúltese en Internet el término “Dismorfia de Snapchat”, de la que en alguna ocasión hablamos también en este espacio.
Finalmente, con respecto al individualismo exacerbado que impera en nuestra época (aunado al desprecio del compromiso y la responsabilidad afectiva), debemos considerar que éste más bien tiene el efecto de aislarnos, así como de hacernos cada vez más intolerantes, solitarios y menos capaces de socializar y compartir. Dado que somos seres gregarios, que de una u otra forma nos alimentamos espiritualmente de la atención y las sinceras muestras de afecto que ofrecemos y que nos ofrecen los demás, es casi evidente que los efectos de un individualismo egoísta no son los que uno desearía en caso de buscar plenitud y felicidad. Creo necesario aclarar aquí que no se trata de renunciar a uno mismo como individuo, para disolver la identidad personal en los atroces colectivos dogmáticos, maniqueos y doctrinarios que están polarizando al mundo; en cambio, se trata de encontrarse a uno mismo como un ser único, pero también y necesariamente como parte complementaria de una comunidad que nos trasciende, y en la que nos realizamos e integramos a través del servicio, el respeto, el compromiso humanista y la convivencia… Por cuestiones de espacio, suspendo aquí estos apuntes, a los que regresaremos para seguir ahondando en el tema la próxima semana. ¡Hasta entonces!