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PDF | 709 | Hace 2 años | 26 marzo, 2021
Francisco Javier Avelar González
Empujado por un esquema capitalista, hiperconsumista y hedonista, el concepto de felicidad actualmente parece estar enturbiado con la idea de la acumulación de posesiones, el éxito laboral y el máximo confort.
No cabe duda de que vivir en un entorno confortable y con oportunidades de crecimiento personal resulte ventajoso en nuestro camino hacia la sensación de paz y satisfacción; pero hay una muy delgada línea entre A) Contar con las condiciones de seguridad, certeza educativa, laboral, de cobertura médica y tranquilidad patrimonial, y B) el deseo exacerbado de reconocimiento, éxito, poder o lujos. De hecho, la presión por ascender y la competencia descarnada en algunos contextos laborales y sociales suele generar un efecto completamente adverso al de la sensación de felicidad (además de que puede ser uno de los factores que provoca o promueve el crecimiento de las brechas de desigualdad). Quizás esto explicaría por qué mientras países tranquilos y confortables como Finlandia, Islandia o Dinamarca suelen aparecer año con año en los primeros lugares del ranking elaborado por “World Hapiness Report”, otras naciones de excelentes condiciones y mucho mayor poder económico suelen ubicarse en posiciones bastante alejadas de los primeros lugares en este listado, considerándose así naciones más bien tristes.
Al respecto de lo anterior, desde 1974 el economista Richard Easterlin ha cuestionado la idea de que existe una correspondencia entre los ingresos económicos y la felicidad, y ha presentado datos que parecen darle la razón. La “paradoja de Easterlin”, al percibirse como contraintuitiva (debido a que tenemos inoculadas hasta la raíz ciertas ideas de equiparación entre dinero y satisfacción), ha generado polémica y ha intentado ser refutada varias veces. Por ejemplo, en 2003 por Ruut Veenhoven y Michael Hagerty, y en 2008 por Justin Wolfers y Betsey Stevenson. En ambas ocasiones, el originario de New Jersey ha respondido y reafirmado su postura original… Aunque aquí tendríamos que hacer un estudio a profundidad sobre las variables de los análisis y las hipótesis en pugna para saber quién tiene la razón, tal vez arroje un poco de luz que algunos datos clave, a disposición de todo el mundo, muestran que no hay una correspondencia entre la fuerza económica de las naciones y su nivel de felicidad.
Para poner un ejemplo paradigmático en la mesa, pensemos en el caso de Japón: un país que desde hace años se ha consolidado como una de las potencias con mayor Producto Interno Bruto en el mundo. En 2020 ocupó el tercer lugar en este rubro, sólo detrás de Estados Unidos y China (algo absolutamente impresionante si consideramos su reducida extensión geográfica). Sin embargo, en el ranking que mide la felicidad, desde hace años no ha alcanzado a entrar ni siquiera dentro de los 50 países mejor posicionados, y en 2020 cayó hasta el lugar 62 de la lista. Por cierto, aunque no tienen una posición tan baja como la de Japón, las dos potencias más ricas del orbe (Estados Unidos y China) tampoco están dentro de los primeros 10 sitios en el ranking de las naciones felices.
A pesar de que la paradoja de Easterlin parece llevar la razón, ello no implica que un bajo nivel económico asegure mejores posibilidades de encontrar la felicidad: una afirmación no da paso a la otra y debemos tener cuidado con eso. Después de todo, las naciones más felices (o menos tristes) también son bastante saludables en términos económicos y, más aún, sus niveles de justicia, baja incidencia criminal, educación, seguridad social, espacio para vivir y sanidad medioambiental son positivamente destacables. Por otro lado, naciones como la nuestra, al menos en los últimos años, han caído en casi todos estos indicadores -incluyendo los índices de PIB y de felicidad- simultáneamente.
Quizás una forma más o menos precisa de censar la felicidad comunitaria se derive de revisar en conjunto una serie de indicadores complementarios. Siguiendo al Instituto Mexicano de la Competitividad (IMCO) -que a su vez toma los rubros del Índice de Desarrollo Humano de la ONU- los principales factores a tomar en cuenta serían:
Salud (acceso a atención médica de calidad; sistema robusto que pueda dar respuesta a la población de manera adecuada); educación (de excelencia y con oportunidades amplias en todos los niveles); diversidad ambiental (aquí el IMCO destaca el rubro de “árboles por persona”); nivel de vida (capacidad para tener casa propia y para vivir en un espacio digno); gobernanza (seguridad, eficiencia de los servicios por parte de la administración pública, confianza en las instituciones, etc.); bienestar psicológico (bajos niveles de estrés u otras emociones dañinas como depresión, frustración, egoísmo, envidia, etc.); uso del tiempo (horas dedicadas al sueño, al esparcimiento cultural, a la educación, al deporte, al servicio social, etc.), y vitalidad comunitaria (confianza y apoyo entre los integrantes de una comunidad).
Al ver esta lista, es difícil poner un rubro por encima, porque cada uno tiene relación e influencia sobre otros. Ciertamente, hoy día el bienestar psicológico parece ser uno de los temas urgentes a tratar, debido a que el estrés y la depresión se han colocado ya como dos de las enfermedades más extendidas del planeta, y éstas no parecen respetar poder adquisitivo, nivel educativo ni posición social. En alguna ocasión, en este espacio, observamos cómo nuestras dinámicas en las redes virtuales, así como la capacidad de estas últimas para diseminar narrativas que empujan al maniqueísmo y las radicalizaciones, pueden estar potenciando este fenómeno.
Por supuesto, debemos insistir en que entender las dos caras de esta moneda (felicidad/tristeza) es mucho más complejo y requiere de análisis y estudios profundos, controlados (en la medida de lo posible) y rigurosos. Para ello, se hace indispensable la participación de investigadores e instituciones educativas de nivel superior, pues la vocación y la razón de ser de éstas y de aquellos parte, justamente, de la búsqueda del conocimiento y del servicio; es decir, la generación de conocimientos que permitan comprender al mundo y entendernos a nosotros mismos, para poder encontrar mejores formas de vivir, desarrollarnos plenamente y alcanzar la felicidad… Dados los problemas de tristeza generalizados en el orbe, hace falta con urgencia dar mayor impulso a los esfuerzos interdisciplinarios e interinstitucionales por atender dicho fenómeno… Por lo pronto, dejamos aquí estos apuntes. ¡Nos vemos la próxima semana!