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PDF | 909 | Hace 3 años | 28 mayo, 2021
Francisco Javier Avelar González
En diversas novelas que abordan el tema de la revolución -como, por ejemplo, Los de abajo, de Mariano Azuela- uno puede encontrar terribles estampas en las que escuelas, bibliotecas y otro tipo de recintos culturales o formativos se convertían en caballerizas, cuarteles, prisiones improvisadas y paredones de fusilamiento. Estas escenas, lejos de ser fruto de la imaginación de sus autores, fueron retratos de lo que vieron con sus ojos o a través de la cobertura de los medios de la época. Por desgracia, en cada región que ha pasado por alguna guerra -en cualquier época y lugar del mundo- podemos documentar transformaciones semejantes y, más lamentable aún, destrucciones de edificios que contenían en sus entrañas la memoria histórica y el conocimiento de civilizaciones completas. Hablo, por ejemplo, de bibliotecas, archivos, museos y centros de investigación.
Los intentos por saquear o destruir los soportes de la cultura, el conocimiento y la memoria de comunidades enteras son sistemáticos y ocurren habitualmente durante los enfrentamientos bélicos (sucesos que también suceden con enorme persistencia: ¿alguien recuerda el último año en el que no hubo guerras en ningún lugar del mundo?). Pero con la misma constancia e ímpetu, una fuerza de preservación y difusión opone resistencia: de una u otra forma, siempre se han encontrado las vías para rescatar libros que se creían perdidos, estudios, datos históricos, edificios, piezas musicales y obras de arte en general.
En la eterna pugna entre las fuerzas de preservación y las de destrucción, lo común es que estas últimas mancillen o destruyan los espacios de conocimiento y cultura; en cambio, es poco frecuente que la invasión suceda en sentido contrario. Por ello, resultan especialmente llamativos aquellos contados lugares que, de ser cárceles, cadalsos o fortines, fueron transformados en plazas, museos y espacios para la documentación y la difusión de la cultura. En México contamos con varios; uno de los más famosos es el Palacio Negro de Lecumberri.
Inaugurado a finales de 1900, el edificio de Lecumberri fue una de las prisiones más emblemáticas del país, durante los 76 años que prestó este servicio. Si no fuese ya lo suficientemente amarga su función, el recinto pareció adquirir un mal hado apenas unos años después de su inauguración: en febrero de 1913, sus muros externos sirvieron como un tétrico telón de fondo para los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez. Marcado por este hecho, tal vez premonitorio, Lecumberri fue un espacio que se usó no pocas veces como sitio de detención y abuso de presos políticos. Entre sus celdas, calabozos y crujías transitaron estudiantes, escritores, artistas, intelectuales y activistas.
Muchos de los jóvenes detenidos en los infames sucesos de Tlatelolco, en octubre de 1968, encontraron en Lecumberri su destino; David Alfaro Siqueiros estuvo preso más de una vez en el interior de estos muros, y José Revueltas vivió horas muy amargas encerrado en esta temida prisión (paradojas del arte, esta dura experiencia le dio los elementos y el impulso para escribir “El Apando”, una de sus novelas medulares)… Por supuesto, son incontables las personas que fueron apresadas aquí sin ninguna otra razón de peso que -por ejemplo- oponerse a un aberrante presidencialismo sin contrapesos y a la débil (o quizás nula) división de poderes en el Estado; pero sirvan los tres casos mencionados como ejemplos significativos de hasta qué punto fue grave y dañina la época en que los titulares del ejecutivo y otros mandamases padecían de hipertrofia en el ejercicio de sus funciones, validados por una mayoría de servidores interesados, abyectos o temerosos.
Así como los asesinatos de Madero y Pino Suárez funcionarían como premoniciones en cuanto a una de las tareas para las que habría de servir el Palacio de Lecumberri, de la misma forma el encierro de estudiantes universitarios, escritores, filósofos y artistas en sus oscuras celdas habría de predecir el futuro del imponente recinto: en 1976 terminó su ciclo como penitenciaría y apenas un año después -el 26 de mayo de 1977- cambiaría radicalmente de giro, para convertirse en la sede del Archivo General de la Nación: el recinto en el que se protege la mayor cantidad de documentos en el país (del siglo XVI al año en curso, resguarda casi 400 millones de hojas).
Pocas veces nos es dado observar estas perfectas joyas de ironía accidental, que la casualidad o el curso azaroso de la historia nos regala: aquel lugar en el que se quiso silenciar hechos y voces incómodas, hoy protege sus registros para que no se pierdan ni sean borrados por el tiempo y el olvido…
No hay mucho que agregar en esta entrega, salvo hacer una invitación a que utilicen los servicios de consulta que ofrecen los archivos universitarios, municipales, estatales y federales. Hay una cantidad inmensa de historias y datos, de cultura y de memoria que da cuenta de quienes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. ¡Nos vemos la próxima semana!