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PDF | 675 | Hace 3 años | 12 junio, 2020
Francisco Javier Avelar González
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, y la Convención del Combate a la Desertificación de la ONU, tan sólo en lo que va de este año se han perdido más de dos millones 300 mil hectáreas de bosques y selvas; hemos erosionado tres millones 99 mil hectáreas de tierras otrora fértiles, y desertificado por completo 5 millones 312 mil hectáreas.
Incluso con el enorme y emergente freno que pusimos desde marzo a casi todas nuestras actividades industriales, empresariales y comerciales (obligados por la pandemia mundial de COVID-19), la acumulación anual de CO2 sigue siendo poco más que considerable: hasta este miércoles, se habían emitido más de 16 mil millones de toneladas de este compuesto contaminante en el mundo. Aunado a ello, las industrias han liberado más de 4 millones de toneladas de químicos tóxicos… Quiero hacer énfasis en que estos abrumadores datos reflejan apenas lo sucedido desde enero hasta la segunda semana de junio del año en curso. Sumar las cifras acumuladas de los últimos 10 o 15 años nos daría una imagen mucho más contundente del descalabro medioambiental que se avecina.
Ninguno de los datos arriba mencionados es información clasificada ni permanece oculta para la población. Basta una búsqueda de menos de 20 minutos en Internet para encontrarnos con decenas, tal vez centenares de sitios web, estudios especializados, artículos de opinión y videos sobre los efectos de la súper industrialización y el exacerbado crecimiento poblacional: la contaminación, la desertificación, la extinción masiva de especies vegetales y animales y el cambio climático. Además, desde hace varios años distintas ONG’s, gobiernos e instituciones científicas y educativas en todo el mundo se han pronunciado públicamente, insistiendo en que nuestras dinámicas y actividades de consumo -con la cadena de obtención de suministros, desplazamientos y transformación de la materia que implican- están comprometiendo el equilibrio del planeta y nuestra propia subsistencia como especie.
No hay forma posible de mantener tales dinámicas, cuando en sólo medio siglo duplicamos la población mundial y multiplicamos por diez nuestro comercio. Al respecto, la organización “Global Foot Print Network” calcula que se requiere la producción de materia prima natural de aproximadamente 1.7 planetas como el nuestro, cada año, para satisfacer las necesidades, gustos y caprichos de la población mundial humana.
Incluso sin el conocimiento de esta información específica, difícilmente habrá personas que no estén al tanto de términos como “calentamiento global”, “consumismo”, “contaminación” “especies en peligro de extinción” o “daño al medioambiente”. Aún más: miles de millones de personas ya comienzan a sentir los estragos de nuestro comportamiento en estos rubros, al ser testigos o víctimas del aumento en el número y la intensidad de catástrofes naturales, o de nuevas enfermedades de alto poder de contagio y/o letalidad. Sin embargo, lejos de buscar soluciones o comenzar un cambio de paradigmas y costumbres en nuestra manera cotidiana de vivir, pareciera que preferimos resignarnos a lo que venga, porque se antoja inimaginable renunciar a algunas comodidades o actuar con mayor conciencia ecológica-social.
Este trimestre, la aparición de un nuevo virus muy contagioso nos ha empujado a una situación límite: encerrarnos todos en casa durante todo el día, por más de 80 días. Esta situación, además de ponernos en un contexto equiparable al de un muy extraño estado de guerra, nos ha permitido probarnos a nosotros mismos que sí podemos vivir de otra manera menos agresiva con el entorno. Nos ha hecho recordar que, si algo nos ha distinguido como especie desde hace 140 mil años, es que tenemos una capacidad de resiliencia y adaptación asombrosa.
Por lo demás, también convendría hacer conciencia de que un sinnúmero de aparatos y herramientas que hoy nos parecen absolutamente indispensables para vivir, ni siquiera existían en nuestro imaginario hace 70 años, y sin embargo ya teníamos siglos con comunidades, ciudades y grandes civilizaciones asentadas en todo el mundo. Sólo para dar un par de ejemplos: en 1971 menos del 1% de los hogares en Estados Unidos (la cultura más consumista del planeta) contaba con un horno microondas. Por su parte, en 1984 salió a la venta el primer teléfono celular para el público general (pesaba casi un kilo, era extremadamente aparatoso, la independencia de su batería era de apenas una hora y su costo era de casi cuatro mil dólares de entonces -hoy sería un poco más del doble-).
Por supuesto, no sugiero aquí que abandonemos el uso de nuevas herramientas y tecnologías; pero sí que seamos responsables en nuestro consumo: no necesitamos cambiar nuestro teléfono móvil cada vez que sale un nuevo modelo, con mejor cámara o más memoria (cuando prácticamente nunca le sacamos provecho a estos gadgets); tampoco necesitamos cambiar nuestro televisor por uno más grande y con ultra alta definición (tecnología que, de hecho, ha llegado al punto de ser intrascendente para las limitaciones de nuestra capacidad ocular); no nos hace falta comer productos cárnicos todos los días, ni tampoco usar un vehículo automotor para desplazamientos menores a los 10 minutos a pie. Si nuestro problema no es de ignorancia -porque de hecho estamos bastante al tanto de los estragos que provoca a la naturaleza nuestra manera de vivir- entonces es de indiferencia.
Hago votos porque no necesitemos nuevos virus, cada vez más letales y contagiosos, o desastres naturales de mucho mayor magnitud, para considerar seriamente un cambio de paradigmas… El viernes de la semana pasada se conmemoró, en este complicado y grave contexto, el Día Mundial del Medio Ambiente. Me parece que la efeméride es por sí sola insuficiente porque hoy necesitamos, más que nunca, que todas nuestras leyes y comportamientos, colectivos e individuales, sean atravesados por una conciencia ecológica responsable y proactiva.
¡Nos vemos la próxima semana!