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PDF | 405 | Hace 1 año | 16 septiembre, 2022
Francisco Javier Avelar González
A juzgar por la innumerable cantidad de casos que nos proporcionan la historia y la literatura, calumniar no es un ejercicio que se haya puesto de moda en nuestros días. Por ejemplo, ya en los milenarios rollos que a la postre integraron la Biblia judeocristiana —uno de los libros torales de la cultura occidental, con independencia de las creencias personales— pueden encontrarse reiteradas recomendaciones o incluso mandatos explícitos para evitar chismes y maledicencias. Para muestra, podemos citar el fragmento de Proverbios 10:18, que cierra con la contundente afirmación de que “el que esparce calumnias es un necio”; o Levítico 19:16, que ordena a cada judío lo siguiente: “no andarás de calumniador entre tu pueblo”.
El Cantar del Mío Cid, otro ejemplar importante de la literatura en Occidente (o al menos en Hispanoamérica), tiene como tema y punto de partida el exilio de Rodrigo Díaz de Vivar, a raíz de las calumnias que el conde García Ordoñez esparció en su contra, inventando que el Cid Campeador había abusado de la confianza del rey, Alfonso VI. En este gran poema heroico se retrata el dolor y las hondas consecuencias que causan las acusaciones infundadas, no solo al afectado principal, sino también a las personas que le rodean.
Una de las consecuencias más importantes reside en la desgastante e ignominiosa carga que se impone al acusado de mostrar pruebas que lo acrediten como inocente, porque, al parecer, las personas tenemos tendencia a creer e incluso acrecentar cualquier cosa negativa que nos digan de los demás, aunque la acusación no esté fundamentada. En este mismo tenor, cuando el honor del difamado se restituye, no deja de quedarle alguna mancha, que habrá de acompañarle como un hálito negativo por mucho tiempo (a veces durante el resto de su vida). Bien dijo Napoleón que el mal de la calumnia es comparable a la mancha de aceite, porque siempre deja huellas.
Aprovechando la naturaleza compartida que tenemos las personas, con respecto a creer y dar una importancia superlativa a chismes y habladurías, hay quienes cobardemente se dedican a desprestigiar a colegas, “amigos” y desconocidos, ya como una forma de presión y de chantaje, o ya para vengarse, apaciguar envidias y rencores o, simplemente, por el puro “deporte” de hablar mal de los demás. No pocas personas han perdido su familia y pertenencias, su libertad o la vida misma a raíz de graves acusaciones que nunca les fueron probadas: no solo encontraremos terribles historias de ese tipo relacionadas con la Santa Inquisición, sino también en nuestros días, con el surgimiento de nuevos inquisidores, cuyo tribunal y cadalso principal tiene su sede en las redes sociales.
Si en tiempos antiguos era lamentable y preocupante la facilidad con la que se podía calumniar y sentenciar sin pruebas a cualquier persona, hoy resulta extremadamente alarmante que coqueteemos con la idea de dar pasos atrás en nuestra conquista de los derechos humanos con respecto a la protección de la honra y dignidad, así como a la presunción de inocencia (mecanismos que justamente se crearon para frenar la ola de injusticias que se cometían contra personas inocentes).
Igualmente atroz es que todavía hoy haya quienes vean en la difusión de calumnias y noticias falsas una fuente válida para hacerse de recursos económicos, de tal forma que no dudan en convertir al amarillismo y la divulgación de falsedades o afirmaciones sin fundamento en su medio de vida. Quienes operan así, terminan por trabajar contra el estado de Derecho y contribuyen a acrecentar las condiciones de incertidumbre, desconfianza y polarización que imperan en las sociedades contemporáneas.
Si es genuino nuestro compromiso con la construcción de una sociedad más justa, preparada e informada, estamos obligados —por una cuestión elemental de ética— a actuar siempre en consecuencia: no tengamos miedo en usar las instancias legales pertinentes cuando seamos víctimas o testigos de corrupción, impunidad, violencia u otro tipo de infracciones punibles; al mismo tiempo, tengamos los escrúpulos y la probidad mínima indispensable como para evitar hacer de la ignorancia y la sed de escándalos una herramienta de uso cotidiano en nuestro afán por conseguir el mal ajeno (o el bien personal). No hagamos pasar rencores y deseos particulares por movimientos en busca del bien, la equidad y la justicia, porque en esta tergiversación no solo perjudicamos a quienes decidimos atacar, sino que también minamos —y gravemente— las bases del derecho y la dignidad humanas que, al menos en teoría, decimos defender… ¡Nos vemos la próxima semana!