Universidad Autónoma de Aguascalientes

Nuestra relación idiosincrática con la muerte

PDF | 1420 | Hace 3 años | 30 octubre, 2020

Francisco Javier Avelar González

Es casi un lugar común -pero también un motivo de orgullo- hablar de la fascinación que causa al mundo nuestra celebración del Día de Muertos. Por supuesto, debe ser digno de estudio para los extranjeros encontrar en la nuestra a una cultura contemporánea que se abraza a su finitud y se reconcilia con ella a partir de la fiesta, la riqueza gastronómica y el desparpajo artístico.
Seguramente, en nuestra folclórica manera de enfrentar la muerte y, más aún, de celebrarla, es posible que otros encuentren no sólo una muestra de la configuración ecléctica que hace tan atractivo a nuestro país; sino también una peculiar lección sobre nuestra idiosincrasia: alegremente estoica; quejosa y retadora, pero resignada; sufriente hasta llegar al melodrama y, de forma simultánea, perfectamente en paz con una idea del destino no tanto como fatalidad, sino como un juego de baraja en el que vale más pasar un buen rato (aunque nos haya tocado una pésima mano) que buscar a toda costa cambiar nuestras cartas.

Alegorías aparte, pensemos para afianzar lo dicho, en las implicaciones significativas y culturales de frases tan arraigadas entre nosotros como las siguientes: “De algo me he de morir”; “Cuando te toca, ni aunque te quites; cuando no te toca, ni aunque te pongas”. Si hacemos conciencia, estas salidas verbales –(cuestionables) perlas de sabiduría popular- han sido utilizadas por nosotros o por familiares y amigos, como argumento incontestable ante, por ejemplo, algún regaño por fumar cuando tenemos problemas pulmonares, o por no cuidar nuestro consumo de grasas y azúcares cuando tenemos sobrepeso, hipertensión o diabetes.

Así, existe en nosotros una profunda y dañina idea de que, al menos tratándose de nuestra salud y/o de percances que se relacionen con ella, lo que hagamos o dejemos de hacer es inconsecuente. La hora de nuestra muerte está fijada y es inamovible, hagamos lo que hagamos; por ello mismo -pensamos- vale muy poco la pena renunciar a los pocos placeres con que podamos obsequiarnos, en una estancia por el mundo tan llena de malos ratos y sin sabores…

No se puede negar que este estoicismo idiosincrático, tan alegre en apariencia, encarna una secreta y pueril evasión de la realidad y esconde, por lo mismo, una actitud a todas luces irresponsable que sí provoca consecuencias; es decir, que modifica “el destino” de nuestra salud y, en algunas lamentables ocasiones, adelanta la hora de nuestra muerte (eso sin hablar de cómo impactan nuestras decisiones en las personas más cercanas a nosotros).

Un lamentable y visible ejemplo actual de lo comentado en los tres párrafos anteriores, es el de nuestro manejo colectivo de la pandemia. Al margen de analizar las responsabilidades que tendrían que asumir diversas autoridades, empresas e instituciones, con respecto a la pérdida de control en las medidas de distanciamiento social y tratamiento estratégico de la crisis sanitaria, tenemos que decir con toda honestidad que ha existido entre nosotros -la sociedad civil- una tácita negación de la pandemia y una clara insubordinación con respecto a las medidas que, tanto desde la OMS como desde nuestros gobiernos, nos pidieron realizar: aún hoy mucha gente usa mal y de malas el cubrebocas -cuando se decide a usarlo-, asiste a lugares y eventos multitudinarios, no respeta la sana distancia y responde -cuando se le cuestiona- que de cualquier manera todos vamos a enfermar, que “al mal paso darle prisa” y que “le va a tocar a quien le tenga que tocar”. A la par de lo anterior, hemos normalizado ya el vertiginosamente creciente número de contagios y de muertes por COVID-19, e incluso es cada vez más frecuente escuchar, ante la hipotética llegada de una vacuna para esta enfermedad, que no será confiable y que mejor no ponérsela…

Este dos de noviembre, una fecha tan especial para nosotros, no nos vendría mal hacer una reflexión sobre nuestra manera personal y colectiva de enfrentar o de evadir la enfermedad y la muerte. Sobre todo en la época de pandemia que nos ha tocado vivir, madurar en este aspecto -asumiendo que nuestros hábitos, decisiones y costumbres sí tienen un correlato directo en nuestra esperanza y nuestro nivel de vida- podría hacer una diferencia de gran envergadura, tanto en el sector salud como en la economía nacional.

Por supuesto, esta reflexión no tiene por qué invalidar el colorido racimo de rituales, costumbres y creaciones artísticas con que recordamos a nuestros difuntos, nos conciliamos con nuestro inevitable destino último y celebramos la pluralidad de la vida. Esta profusión de alegría ante la oscuridad (o este “al mal tiempo buena cara”, para seguir en la dinámica de los refranes) es una característica notable de nuestra cultura, que bien podemos conservar con orgullo en la conmemoración de una fiesta tan importante como la del 2 de Noviembre (que incluso está catalogada por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad).

Celebremos entonces nuestro Día de Muertos (esta vez, por favor, desde casa) y a la vez hagámonos responsables de nuestra salud y nuestras vidas. Lejos de evadirnos de la realidad, debemos encontrar las formas personales y colectivas de mejorarla. Aunque suene a frase motivacional, podemos decir que en gran medida el destino de cada uno está en sus manos. Asumamos esto y cuidémonos mejor, sobre todo en estos aciagos tiempos de pandemia. ¡Nos vemos la siguiente semana!

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