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PDF | 800 | Hace 2 años | 27 mayo, 2022
Francisco Javier Avelar González
Las crisis son también oportunidades. Esta idea de dominio común en diversos ámbitos (como el financiero, al artístico y el científico) ha probado su valía en no pocas ocasiones a lo largo de la historia. Seguramente todos recordaremos por lo menos una anécdota real de superación en la que una persona o comunidad “tocó fondo” o se encontraba muy abajo en la escala económica y social y, con todo en contra, desde el acicate del temor, el orgullo o la necesidad encontró los arrestos, la imaginación y la oportunidad para escalar posiciones hasta convertirse en un ejemplo de superación y éxito (la industria cinematográfica y la mayoría de las personas son amantes de esta temática).
Más allá de los casos individuales que cada uno conozca, podemos recordar dos ejemplos paradigmáticos en lo referente a comunidades enteras: después de la Segunda Guerra Mundial, tanto Alemania como Japón quedaron devastados. Cimbrados por una de las peores crisis de su historia, con la moral por los suelos y desde la postración absoluta, les bastaron unas cuantas décadas de imaginación, organización y trabajo duro para convertirse en potencias sociales, educativas, tecnológicas y económicas.
Tenemos un ejemplo mucho más reciente, que involucra a toda la humanidad como pocas veces hemos visto, pero que al mismo tiempo nos ilumina mostrándonos un caso de éxito individual, de esos que apreciamos tanto porque nos motivan a seguir adelante a pesar de las adversidades. Por supuesto, me refiero a la crisis sanitaria que vivimos desde inicios de 2020 a causa del virus SARS-CoV-2 y a su dispersión de alcances pandémicos. Esta crisis representó una oportunidad sin precedentes para el mundo globalizado, tanto a nivel de investigación científica, como de políticas públicas y de organización económica, comunicativa y educativa. No en todos los ámbitos nos fue igual y, sin duda, hubo países que tomaron mejores decisiones que otros.
Hubo un rubro, sin embargo, en el que se escribió con letras de oro esa que debe ser ya una máxima de la sabiduría popular y que justamente utilicé para abrir esta columna: bien vistas, las crisis son oportunidades. El rubro al que me refiero es el de la investigación científica y el indiscutible logro fue haber conseguido, por primera vez en la historia, un novedoso tipo de vacunas basadas en la manipulación del ARN (esa microscópica “serpentina” indispensable para comunicar al ADN con las células, a fin de organizar y hacer funcionar correctamente cada parte del cuerpo).
La emergencia por la Covid-19 nos empujó a tomar riesgos y ser osados en un tipo de investigación que por décadas había sido menospreciada y, por lo mismo, casi nulamente financiada. Gracias a la urgencia no solo de tener una vacuna en un tiempo tan corto que hasta entonces parecía inverosímil, sino también de adelantarnos a las inminentes variaciones que presentaría el coronavirus con el paso de los meses, hoy contamos con una tecnología química-genética sin parangón, que en el transcurso de los años también nos permitirá vacunarnos o incluso curarnos de otro tipo de enfermedades letales, como el Sida y algunos tipos de cáncer.
Pocas personas conocen el lado íntimo o individual de esta historia de éxito: el 17 de enero de 1955, en un ignoto pueblito de Hungría llamado Szolnok, nació Katalín Kariko. Hija de un carnicero e integrante de una familia muy precarizada, Katalín pronto destacó en la escuela, sobre todo en las ciencias naturales. Concentrada en sus estudios y con el apoyo de su familia, logró ir ascendiendo en la escala académica hasta lograr una beca para hacer una investigación post-doctoral en Estados Unidos. Si bien este puede ser en sí mismo un final feliz, lo cierto es que en Norteamérica se enfrentó al rechazo metódico de sus propuestas y a la falta de financiación por desinterés. Para no perder su trabajo, aceptó ser degradada y disminuir su sueldo en el equipo de investigación donde laboraba. Durante años, fue presionada sin descanso para que abandonara sus estudios sobre ARN y se sumara a otros proyectos.
A pesar de la frustración que podía sentir con la acumulación de rechazos o al ver a compañeros suyos ascender mientras ella era degradada, la Dra. Kariko no se rindió ni quitó el dedo del renglón: su situación personal -absolutamente adversa- y la falta de respuestas (o resultados favorables) dentro de la comunidad científica con respecto a la modificación del genoma para curar o prevenir enfermedades, le motivaron a seguir adelante, a empecinarse en que su idea era buena y sólo necesitaba tiempo y recursos para dar en el clavo. Eventualmente, las cosas comenzaron a cambiar. Encontró eco e interés en otros científicos y, finalmente, la crisis por Covid-19 emergió como la oportunidad inmejorable para probar la valía de su trabajo y, con ello, salvar millones de vidas en todo el mundo…
El resto de la historia ya la conocemos: Pfizer, Boitech y ModeRNA (un juego de palabras en inglés que quiere decir “ARN modificado”) utilizaron patentes y descubrimientos de Katalín y de su equipo para desarrollar las flamantes y efectivas vacunas que hoy tenemos entre nosotros y que fueron la clave para salir del confinamiento masivo y encaminarnos de nueva cuenta a la normalidad que tanto extrañamos… No sería raro verla nominada para el Premio Nobel de Química, no sólo por el enorme bien que su trabajo le hizo a la humanidad, sino también por el poder de su historia y de su ejemplo: si tenemos la madurez, la valentía, la imaginación y el tesón necesario a la hora de tomar decisiones, las crisis se transformarán en oportunidades… ¡Nos vemos la próxima semana!