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PDF | 768 | Hace 2 años | 29 abril, 2022
Francisco Javier Avelar González
Aunque uno de nuestros referentes más inmediatos para hablar y entender el concepto de dialéctica sea Hegel, desde la antigua Grecia, así como desde otras civilizaciones y movimientos culturales puede documentarse cómo ya se prestaba atención, utilizaba y valoraba la fuerza creadora que podía surgir de la suma de los opuestos.
Al hacer este apunte inicial, no quisiera comenzar una exploración o “arqueología” de nuestras maquinarías filosóficas ni de cómo ciertos conceptos, ideas e impresiones nos han acompañado de una u otra forma a través de los siglos, sino destacar la importancia que ha tenido el diálogo para la generación del conocimiento; el diálogo entendido en este espacio como el contrapunteo de ideas distintas: a veces completamente opuestas y a veces complementarias.
De lo mismo, de lo unitario, de lo a fuerzas igualado no puede emerger o florecer novedad ni alteridad alguna. Lejos de ello, se obtiene la producción fordista de artículos en serie perfectamente idénticos y listos para su consumo; cosa que puede ser positiva si queremos hablar de automóviles, sillas secretariales o balones de futbol, pero absolutamente aberrante cuando se trata de ideas, teorías o artículos filosóficos, políticos y académicos.
En las lecciones filosóficas que recibimos desde el bachillerato, nos enseñan que la dialéctica puede comprenderse como la confrontación de una tesis con una antítesis para generar un nuevo conocimiento o una nueva manera de ver y resolver un problema. A este tercer estadio se le conoce como síntesis. Extrapolando lo anterior y omitiendo las etiquetas técnicas, este esquema ha sido sistemáticamente utilizado por nuestra especie desde tiempos inmemoriales y con buenos frutos: en cualquier sociedad, cada vez que se ha permitido el disentimiento racional, así como la coexistencia de maneras distintas de pensar, se ha logrado contener brotes de violencia y de incivilidad. Además, en no pocas ocasiones se han encontrado zonas de común acuerdo (o al menos de mutua tolerancia) que a la postre han derivado en beneficios como, por ejemplo, la concientización sobre el respeto a la otredad y la creación o el apuntalamiento de los derechos humanos. El diálogo y la dialéctica entonces suelen retribuir bien a los esfuerzos que le sean invertidos.
Es de suma importancia notar que la dialéctica y la cooperación argumentativa no rehúyen al disenso; por el contrario: lo necesitan; se nutren de él tanto que resulta ser uno de sus pilares. De hecho, disentir es el esfuerzo cognitivo y verbal más importante cuando se quiere sacar agua nueva del pozo del conocimiento. En el mismo tenor, conceptos como los de pluralidad, diversidad, alteridad y alternancia -tan abrazados por nuestra sociedad- no serían posibles sin otros conceptos aparentemente incompatibles, como antagonismo, disenso y oposición.
Lo paradójico es que, desde el estandarte que compartimos de respeto a la pluralidad, así como de búsqueda de la igualdad, en la esfera pública hemos profundizado nuestro temor a opinar distinto sobre una gran cantidad de temas. El disenso -que de suyo nos angustia o nos estresa- pareciera que lo sentimos como una incongruencia con nuestro afán cooperativo. La paradoja no concluye aquí, sino que dobla su apuesta: al no saber lidiar con opiniones o propuestas distintas a las que defendemos, intentamos evitar la confrontación mediante una radicalización y una polarización que anule al interlocutor o contrincante: lo llenamos de insultos, lo intentamos amedrentar, lo presentamos ante el patíbulo del escarnio público: si borramos al otro, si lo calificamos como algo execrable, si le robamos su dignidad, deja de existir como contraparte. Caemos entonces en lo que queríamos evitar, pero de la peor manera posible: cancelamos toda posibilidad de diálogo y de disenso constructivo; cortamos toda fuente de comunicación e intercomprensión.
Tratamos de evitar la confrontación con tal vehemencia y angustia que terminamos por producir confrontaciones estériles y, en muchos casos, divisiones ya del todo insalvables. Vuelvo a rondar la cuestión de las paradojas: en este caso, para evitar las polarizaciones y los radicalismos, es necesario aprender a vivir -e incluso a buscar- el disenso; la confrontación respetuosa, racional y cooperativa de las ideas. No siempre tendremos la razón y eso está bien, porque significa que aún podemos aprender y todavía sabemos llegar a acuerdos con quien no piensa de la misma manera que nosotros. Por supuesto, debemos tener mucho cuidado en distinguir el diálogo inteligente del insulto y la falacia. Más aún: entre las personas con educación a nivel superior, y sobre todo entre quienes nos desenvolvemos en ámbitos universitarios, debemos atender el compromiso ético de respetar las metodologías y el rigor de las formas académicas, apartándonos en todo momento de cualquier tipo de violencia y descalificación como recurso.
No le tengamos miedo al diálogo, a la dialéctica, con todo lo que implican. No rehuyamos al disenso. Desde la dialéctica funcionan las universidades (quisiera creer que el sistema educativo en general), las academias y las sociedades democráticas. Si se quiere ver así, abrazar la confrontación respetuosa, racional y honesta, nos ayudará con creces a evitar el adoctrinamiento y la cerrazón, y a reforzar, en cambio, la educación, la generación del conocimiento y la pluralidad…
¡Nos vemos la próxima semana!