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PDF | 382 | Hace 1 año | 22 abril, 2022
Francisco Javier Avelar González
La idea del progreso como objetivo individual y comunitario es uno de los motores fundamentales (tal vez el más importante) que hace girar los engranajes de las sociedades contemporáneas. Si hemos puesto atención, habremos notado que tal concepto -empujado en su momento por el positivismo francés- aparece hoy día de manera explícita en los lemas de instituciones diversas, en la bandera de Brasil y en la boca de no pocos mandatarios en los últimos dos siglos (“orden y progreso”, leyenda que cruza el lábaro brasileño, fue también una especie de mantra en México durante el periodo del Porfiriato, así como de las administraciones gubernamentales de diversos dictadores latinoamericanos).
Como lo indican los diccionarios, el significado esencial de la palabra “progreso” es avanzar; ir hacia arriba o hacia adelante. Por ello, abrazar esta idea como el centro invisible de nuestras culturas (me parece que con mayor ímpetu en las sociedades marcadamente capitalistas), delata un entendimiento del mundo y de nuestras acciones en términos de linealidad; cuestión que, ciertamente, puede ser problemática si no se matiza o se le ponen contrapesos, como veremos ahora:
Al haber instaurado como eje narrativo de la sociedad la idea de que nuestras vidas y relaciones transcurren en una especie de linealidad, en detrimento de otras posibilidades como la circularidad o la “espiralidad” (metáforas que no habría razón para descartar y que, de hecho, han sido abrazadas por diversas culturas y filosofías a lo largo de la historia), restringimos la manera en que nos entendemos: como si vivir consistiese solo en una caminata sobre un muy extenso carril de un solo sentido. Si a la idea restrictiva de linealidad le sumamos el concepto de verticalidad y los valores de bueno y malo (donde arriba es bueno y abajo es malo), la restricción cobra forma de condena: en efecto, nos condenamos a un ascenso que puede no tener alguna meta (e.g. el valor de las acciones de empresas siempre puede -y está obligado a- ir más arriba) o que, de tenerla y alcanzarla, su consecución podría llevar consigo el desastroso efecto de hacernos sentir que nuestra vida ya no tiene razón de ser (para muchos, llegar al culmen de sus carreras ha significado el inicio de un doloroso descenso).
Sabemos que nuestra aldea global -el conjunto de países que conformamos el mundo- ha adoptado el esquema descrito en el párrafo anterior. Al hacerlo, sobre todo en el campo de la economía, se ha impulsado la versión más perversa y salvaje de depredación entre las personas (los recursos no son infinitos: para que uno gane cada vez más -como individuo o como país-, otros tienen que ganar menos). Así, en esta carrera sin límites en aras de subir esa vertiginosa línea del poder adquisitivo para estar cada vez “mejor”, lo único que acaba por ser importante es que los índices bursátiles, los PIB y el valor de las empresas crezca en valor y dividendos. Pero, ¿quiénes ganan -quienes verdaderamente ganan- con todo esto?
El problema de fondo es que lo importante en este esquema es el aumento de la riqueza a toda costa, pero no su justa distribución. Muy al contrario, distribuirla adecuadamente representaría la merma de grandes fortunas; de grandes capitales que han impulsado la vorágine en que vivimos… Tristemente, mientras un puñado de personas en el mundo ve crecer cada año sus posesiones, acumulando recursos que -en algunos casos- no podrán terminarse ni viviendo 100 vidas consecutivas, la inmensa mayoría mira con pasmo -o tal vez ya un poco acostumbrados o resignados- cómo su poder adquisitivo decrece año con año; cómo le es imperativo juntar esfuerzos con otra u otras personas para tener alimentos suficientes o un hogar (rentado o comprado a más de 20 años), y cómo puede ser incluso indispensable que consigan más de un trabajo para aspirar a una vida no tan precaria (con lo cual quedan obligadas a vivir para trabajar, y no a trabajar para vivir… ¿No es esto una forma suave de esclavitud?).
Hoy más que nunca la sentencia de Thomas Hobbes está llena de razón: “homo hominis lupus”; hoy más que nunca haría falta replantearnos si lo que le urge al mundo no es una justa distribución de las riquezas y una dignificación de los salarios, en lugar de dinámicas de precarización y abuso laboral, y en lugar de la desastrosa depredación de los limitados recursos que nos ofrece el planeta, con el objetivo de que unos cuantos acumulen en sus arcas dinero que jamás podrán agotar, pero que les permite aparecer en las ignominiosa listas de Forbes (que, en esta tergiversación de valores, veneramos en vez de repudiar).
A todo esto, a las instituciones educativas, precisamente por nuestra esencia y razón de ser, nos corresponde educar en un pensamiento crítico tal que -como hemos dicho en otras ocasiones- nos permita cuestionar los mitos y paradigmas en los que vivimos, para proponer narrativas y dinámicas más justas y más humanas para todos. Además de educar y -por supuesto- dar el ejemplo en nuestras propias comunidades, nos corresponde levantar la voz y empujar para que las agendas y los esfuerzos de nuestra sociedad se concentren en núcleos problemáticos como el comentado en esta ocasión, a fin de salir del marasmo económico, social y cultural en el que nos encontramos… ¡Nos vemos la próxima semana!