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PDF | 901 | Hace 3 años | 6 noviembre, 2020
Francisco Javier Avelar González
Hace algunas décadas (quizás cuatro o cinco), la industria ferrocarrilera comenzó a perder su importancia como principal medio de transporte personal y de mercancías dentro del territorio mexicano; esto se debió a la falta de actualización de sus ferrocarriles, así como al paulatino aumento de otras posibilidades de transporte, de menor costo y/o de mayor ahorro de tiempo y mejores posibilidades de interconexión (autobuses, vans, trailers y, más recientemente, aviones).
Sobre todo durante el Porfiriato y aún durante la Revolución y la primer época posrevolucionaria, contábamos con máquinas, carros y vías similares a las de países de vanguardia; pero posteriormente nos empezamos a quedar atrás, al punto de que hoy nuestros ferrocarriles aún activos (ya ninguno de ellos acondicionado para el transporte de personas) bien podrían formar parte de una exposición museográfica, sobre todo si los comparamos con aquellos trenes futuristas, que viajan a velocidades asombrosas por algunos países de Asia y Europa. La falta de actualización y de aprovechamiento de nuestra red ferroviaria trajo el inevitable empequeñecimiento de sus servicios y, sobre todo, la pérdida absoluta de su importancia en el imaginario colectivo.
Al respecto de lo anterior, el caso de Aguascalientes es paradigmático: en su momento, nuestra ciudad tuvo un enorme impulso en su crecimiento poblacional, nivel de vida y desarrollo económico gracias a la industria ferrocarrilera. Recordemos que aquí se estableció uno de los talleres de construcción y reparación de trenes más grande de toda América (con más de 70 hectáreas y casi cuatro mil empleados en sus mejores tiempos). Entre familiares y amigos, todos conocíamos a algún mayor que vivía directa o indirectamente del trabajo en este sector. Además, la ciudad tenía en la figura del ferrocarril uno de sus símbolos de orgullo e identidad, junto con la tradición taurina, la vitivinicultura y las obras de algunos personajes ilustres como José Guadalupe Posada, Refugio Reyes, Saturnino Herrán y Jesús F. Contreras, entre otros.
Hoy, en cambio, esta industria se ha extinguido en el estado: ya no nos representa oportunidades masivas de trabajo y crecimiento económico; las instalaciones de aquellos míticos talleres se han convertido en un complejo de avenidas, parques, jardines, salones de eventos, oficinas, museos, hospitales y centros de rehabilitación. El orgullo identitario también se ha difuminado: nos queda en realidad un equipo de Base-ball con escasa afición que lleva por nombre “Rieleros”, un par de máquinas y algunos portentosos vestigios de hierro que se han dejado oxidar y luego se han cuidado con fines estéticos y de preservación histórica; nos queda un fantasmagórico edificio sindical enclavado en la calle Madero, y una colonia -la Ferronales- con hermosas casas de dos aguas, enormes jardines y porche a la entrada (muy al estilo norteamericano) que a algunos todavía nos recuerda a los ingenieros de origen extranjero que se establecieron aquí durante la construcción de los talleres. Y nada más.
Parece muy lejano el día en que se pueda tener de nuevo una bonanza económica y, sobre todo, una visión empresarial y administrativa lo suficientemente arrojada como para actualizar todo el sistema ferroviario para emular los mecanismos y los trenes bala que diariamente transportan a millones de personas en otras partes del mundo… Mientras aquello sucede o no, a nosotros sólo nos queda hacer un pequeño ejercicio de memoria.
En las pocas líneas que me quedan hoy, quisiera recordar con ustedes que mañana, 7 de noviembre, se celebra el Día Nacional del Ferrocarril. Esta efeméride fue establecida en 1944 por el entonces presidente Manuel Ávila Camacho, con el objetivo de conmemorar no sólo a todos los trabajadores de esta industria, sino también -y muy especialmente- a un maquinista de nombre Jesús García Corona, quien otro 7 de noviembre, pero de 1907, sacrificó su vida al quedarse en un tren cargado de dinamita -en lugar de abandonarlo- para alejarlo a toda velocidad del pueblo de Nacozari, Sonora.
El tren, cuya máquina estaba registrada con el número 501, comenzó a incendiarse de repente y se tenían pocos minutos para tomar una decisión. Si García Corona hubiese saltado del tren (como le sugirió uno de los compañeros que viajaba con él), probablemente éste hubiera estallado demasiado cerca de Nacozari, causando incontables muertes y daños. El heroísmo del maquinista consistió justo en aprovechar el tiempo que quedaba para aumentar todo lo posible la velocidad de la máquina, alejando así a la población mencionada de cualquier peligro. Desafortunadamente, al hacer esto, él ya no pudo bajar del tren y murió cuando el fuego alcanzó a la dinamita, haciéndola estallar.
El hoy internacionalmente reconocido “Héroe de Nacozari” dio así una muestra absoluta de valor, generosidad y solidaridad, que no podía dejar de ser celebrada y conmemorada como un ejemplo para todos. Ejemplo que en esta época de crisis y polarizaciones nos viene muy bien recordar.
Otro motivo importante para tener aún una efeméride dedicada al ferrocarril es por su papel medular en el desarrollo de la Revolución Mexicana. Para bien y para mal, el sistema ferroviario se convirtió en aquellos años en un eje estratégico para dominar las contiendas bélicas. Podemos decir que en parte gracias a este sistema de transporte, las tropas revolucionarias lograron diversas victorias que, a la postre, derivaron en la derrota definitiva del usurpador Victoriano Huerta.
En resumen, en el país y particularmente en nuestro estado, tenemos buenos motivos para no perder del radar esta celebración. Si bien es cierto nuestros ferrocarriles ya no son ni siquiera la sombra de lo que llegaron a ser, en su momento representaron una estructura medular para lograr la Revolución y después un eje muy importante de bonanza económica. Además de todo, en Jesús García Corona nos dio un gran ejemplo de heroísmo. Finalmente, permitió la generación de poemas, canciones y obras artísticas diversas, que engrosaron nuestro arte y una sensación poética también en nuestro imaginario colectivo. Para ejemplificar lo dicho y para darle un toque literario a este texto conmemorativo, cierro con la primera estrofa de un poema del monumental Ramón López Velarde:
“Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?”