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PDF | 441 | Hace 1 año | 8 julio, 2022
Francisco Javier Avelar González
En gran parte gracias al vertiginoso desarrollo de las ciencias, las tecnologías y las herramientas de comunicación contemporánea, nuestra época puede considerarse una de las más complejas y revolucionadas en la historia de la humanidad. Tenemos una capacidad para multiplicar el conocimiento jamás antes vista y cualquier iniciativa o idea llamativa puede conglomerar millones de partidarios en muy poco tiempo. La gente encuentra a otros con sus mismos intereses o inclinaciones con una facilidad que antes no hubiera podido imaginarse y todo ser humano con acceso a un equipo con internet podría esparcir la semilla de su pensamiento en lugares remotos en cuestión de minutos.
Vista así, la novedosa capacidad para producir conocimiento con tanta celeridad, o aquella otra innegable de la intercomunicación mundial inmediata, tendrían que considerarse como una suerte de panaceas o cúlmenes de nuestra especie. Sin embargo, parece haber elementos suficientes para afirmar que la gente —en general— no sabe cada vez más, ni está mejor informada, ni mucho menos ha experimentado una apertura de juicio tal que sea capaz de exponerse a ideas distintas e involucrarse con personas que disienten de sus posturas (abandonar los mitos y dogmas de las generaciones anteriores para producir los propios difícilmente puede considerarse un ejemplo de apertura a la reflexión y tolerancia al disenso).
A juzgar por diversos sucesos políticos contemporáneos en varios países (incluyendo el nuestro), así como por las pugnas ideológicas que en las últimas décadas han hecho de la cultura de las masas un ansiado territorio en disputa, podemos aventurarnos a decir que la globalización comunicativa no necesariamente nos ha servido para transitar hacia una sociedad más inteligente e informada, pero sí para generar una peligrosa galvanización social y el desarrollo de sectarismos o tribus ideológicas que se han encapsulado en cómodas cajas de resonancia, donde solo se escucha la repetición de sus propias voces (aplica igual para quienes se dicen de derechas o de izquierdas, “progres” o “conservadores”).
A la luz de lo anterior, cabe preguntarse sobre el ignoto destino —y la ausencia de destinatarios— de la abrumadora cantidad de nuevos conocimientos, así como sobre el papel de las personas e instituciones dedicadas a la diseminación del saber, el pensamiento racional y el diálogo crítico. En otras palabras, cuestionarnos sobre por qué los descubrimientos en áreas como genética o biología evolutiva y comparada —por mencionar tres ejemplos— parecen no tener cabida ni siquiera por contraste en la construcción de hipótesis sociológicas sobre el comportamiento de los seres humanos; y cuestionarnos también cómo es posible que no pocas universidades en Occidente han comenzado a olvidar que su labor es la búsqueda permanente de la verdad (cualquier cosa que esta sea) y no la construcción y fijación de dogmas y mitos contemporáneos; la formación integral de ciudadanos pensantes y críticos, y no el adoctrinamiento en victimismos y el uso de falacias como recurso estándar para evitar una reflexión o ganar debates.
En lo referente a la manera en que obtenemos información diaria sobre el mundo, no nos está yendo mejor. En más de una ocasión hemos hablado en este espacio sobre el cáncer de las fakenews y sobre cómo la generación y divulgación de noticias tendenciosas, engañosas o de plano falsas de principio a fin, ha tenido un efecto nocivo en la vida política de varios países. Sería injusto culpar de este fenómeno a la ciudadanía: la mayoría de las personas desconoce que los algoritmos de las redes sociales, así como de Google y Youtube (redes y sitios en donde se concentra casi toda la actividad de una persona común en Internet) están diseñados para crear burbujas o bucles ideales para reforzar prejuicios y sesgos de confirmación. Estas plataformas tienen una responsabilidad preponderante en el ambiente polarizado que se respira en las democracias occidentales, tanto en los temas políticos como en los socioculturales. Pero, independientemente de cómo repartamos las culpas de esta situación, lo cierto es que la potencial panacea de información y conocimiento que prometía la Internet, de a poco se ha convertido en algo muy distinto: un conjunto de archipiélagos; de esferas que coexisten en un mismo gran espacio, pero sin convivir realmente: si llegan a encontrarse alguna vez (lo cual es inevitable) solo es para chocar. Y los choques son cada vez de mayor magnitud.
Vuelvo a la pregunta que me interesa destacar: ¿qué se está haciendo desde los centros de formación integral (las escuelas, las instituciones de educación superior, las organizaciones civiles con fines de divulgación de las ciencias y la cultura) para atajar este problema que tal vez ya tenga dimensiones de avalancha? En muchos casos, me parece que ni siquiera se ha planteado la cuestión; como si no se cayera en cuenta de que el analfabetismo práctico, los vicios argumentativos que prevalecen en las discusiones públicas y el encumbramiento de las sensaciones sobre los hechos se están dando de forma cotidiana entre personas con bachillerato, licenciatura y posgrado. O más bien, como si no se asumiera cabalmente y con todo lo que ello implica, que hay o debe haber una estrecha relación entre lo que sucede al interior de las universidades y lo que acontece en sociedad: las relaciones políticas, sociales, culturales y económicas fuera de los campus.
Entiendo que los retos que se infieren a través de este texto son enormes: por un lado, el sistema educativo en general debe plantearse con toda seriedad el acertijo sobre cómo absorber o manejar la vertiginosa multiplicación del conocimiento o cómo diseñar una estructura de formación que no caiga en poco tiempo en la obsolescencia. En relación íntima con lo anterior, deben idearse formas efectivas para que los niños y jóvenes en proceso de formación tengan el hábito de actualizar sus conocimientos de manera permanente una vez concluyan sus estudios formales y, sobre todo, para que sepan discernir adecuadamente entre hechos y creencias, datos corroborables y fake news, argumentos válidos y falacias, disenso nutritivo y polarización…
El reto está ahí, y es un trabajo tanto de los educadores (sin importar su disciplina o las materias que imparta) como de las instituciones. Debe ponerse el tema sobre la mesa y trabajar en él a fin de que mejoremos las habilidades de aprendizaje y de pensamiento crítico de los estudiantes y, a la vez, a fin de que seamos ejemplo y camino para que la polarización social pierda fuerza y se regrese al cauce de la paz, el disenso racional y constructivo… ¡Nos vemos la próxima semana!