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PDF | 484 | Hace 1 año | 1 abril, 2022
Francisco Javier Avelar González
El domingo de la semana pasada fue la 94 entrega de los premios Óscar. Dado que desde hace unos años se ha hecho evidente que las cualidades técnicas y narrativas han dejado de ser los elementos más importantes para dar el máximo galardón (a mejor película), la atención de los públicos se ha concentrado más en lo que pasa alrededor de las cintas: los chismes sobre actrices y actores, la alfombra roja, las reacciones de quienes no fueron premiados, las polémicas, los chistes de los presentadores y las palabras -cuando son incendiarias- de quienes logran un premio y la oportunidad de dirigirse al mundo desde el estrado. Así, obras maestras como “Fue la mano de Dios” de Paolo Sorrentino, Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson o “El sonido del metal” de Darius Marder -por mencionar tres de los ejemplos más recientes- quedan relegadas por completo, en favor de guiones y obras de mucho menor calidad pero más acordes a los gustos, la capacidad de digestión y los discursos de la época.
Fiel reflejo de la sociedad occidental, en la ceremonia del domingo vimos botones de muestrario que nos dan un panorama bastante singular de la crisis que estamos viviendo: una mezcla de llamados a la paz, la inclusión y la fraternidad, entre exabruptos de violencia física y verbal; un esfuerzo por hacer justicias históricas (lo cual es loable) ninguneando en no pocas ocasiones el excelente trabajo artístico (lo cual es lamentable) de quienes no atinaron al clavo de los temas y los elencos propios de las tendencias más aceptadas… Ya que la discusión sobre las virtudes artísticas de las películas quedó relegada a un segundo plano y que por lo menos en esta edición la ceremonia rayó, por momentos, en un espectáculo vergonzoso donde lo cursi y lo violento se llevaron la nota, quisiera tomar el pretexto de este evento para destacar un valor importante que -a pesar de todo lo ya dicho- continúa siendo un pilar que da sentido y soporte a los Óscar (y a nuestra sociedad): la gratitud.
El momento más esperado en la entrega del premio para cada categoría es aquel donde quien recibe el galardón sube la escalinata, se pone frente al micrófono y da un pequeño discurso. Si bien es cierto algunas personas han aprovechado el momento para hacer pronunciamientos políticos e ideológicos (no siempre certeros o justificados en ese contexto), la abrumadora mayoría ha usado su tiempo para dar las gracias a toda la gente que les ayudó, de una u otra forma, a llegar a ese clímax de sus carreras. Los Óscar nos han hecho ver ese acto de humildad y de reconocimiento como algo natural, pero lo cierto es que -así como pedir perdón cuando nos equivocamos- dar las gracias parece ser uno de los actos que practicamos con no mucha frecuencia, sobre todo -me aventuro a especular con esto- en la esfera privada y en nuestras interacciones cotidianas.
Puede ser que omitamos por descuido el reconocimiento diario del trabajo de quienes están alrededor de nosotros, o puede ser porque en el fondo creemos que si una persona cumple con las responsabilidades que le tocan no tiene por qué ser reconocida o, en un caso extremo, pensamos que nos hemos ganado solos las cosas que tenemos (con respecto a esto último, más de una ocasión me ha tocado escuchar a egresados de nivel superior afirmando no haber aprendido absolutamente nada de sus docentes y de su paso por la universidad; cosa que, de ser cierta, en realidad diría más de ellos como estudiantes que de la estructura y los académicos que fungieron como andamios en su camino hacia la formación profesional). Cualquiera que sea el caso, lo cierto es que olvidamos varias cosas de suma importancia para el desarrollo de individuos y comunidades:
Lo primero es que, como se ha dicho hasta la saciedad, no somos islas. Los seres humanos somos animales gregarios que, por nuestras características naturales, no podríamos sobrevivir sin la ayuda directa e indirecta de otros integrantes de nuestra comunidad: empezando por quienes nos protegen y alimentan en nuestros primeros años de vida, pero sin dejar de considerar a todas las personas que participan en las cadenas de suministros y servicios para que podamos comer, vestir y vivir en condiciones seguras y dignas y, sobre todo, para que podamos ocupar el tiempo en ejercitar nuestra profesión y tener oportunidades de esparcimiento (por ejemplo viendo las películas nominadas al Óscar), en vez de desgastarnos diariamente en la caza o recolección de nuestra comida y en la búsqueda de protección contra las inclemencias del tiempo o la amenaza de otros predadores… Cualquier persona que afirme ser dueña absoluta de sus victorias y progresos, podrá tener entre sus virtudes el tesón y la disciplina, pero no la humildad ni la gratitud; podrá triunfar desde su egocentrismo, pero carecerá de una actitud de humanismo y respeto a los demás, tan necesaria en sociedades que llevan décadas tendiendo hacia el individualismo y la búsqueda del bien propio, incluso por encima de la dignidad de los demás.
Ligado a lo anterior, tomemos en cuenta que una sociedad que no siente desde el fondo de sí y que no cultiva profundamente el valor de la gratitud, tiene más proclividad a permitir injusticias y desigualdades. Y es lógico: resulta a lo menos difícil pugnar por mejores condiciones de vida para los más desfavorecidos o para quienes realizan funciones básicas para la manutención del organismo social, cuando no hay un verdadero reconocimiento de sus labores y de los beneficios que aportan a la comunidad… Desde otro orden de ideas, está demostrado que la gente que se siente valorada y reconocida tiende a tener una mejor actitud con las personas a su alrededor, así como a hacer mejor las labores que le tocan o que se le piden (no sólo en el contexto laboral)… La equidad y la igualdad empieza entonces en la gratitud y el reconocimiento; y esto, como decíamos hace una semana hablando de la paz, es una responsabilidad que debe practicar cada uno de nosotros sin excepción.
Es verdad que en los premios Óscar el agradecimiento público podría leerse con sospecha: un acto de labios para fuera; pero seamos en este caso caritativos y quedémonos con la importancia del gesto y, en nuestro caso, con la necesidad de interiorizar esa actitud de agradecimiento, para que con las palabras y los actos sepamos reconocer a todas y cada una de las personas que nos sostienen y apoyan -directa e indirectamente- en esta enorme red que llamamos sociedad… ¡Nos vemos la próxima semana!