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PDF | 742 | Hace 1 año | 21 octubre, 2022
Francisco Javier Avelar González
Los últimos días de octubre y primeros de noviembre ocurre una fusión de tradiciones culturales de sumo interés, que nos permite contemplar un ejemplo de cómo se construyen, fortalecen y transforman los patrimonios intangibles de la humanidad. Me refiero a la doble celebración de Halloween y Día de Muertos que tiene lugar en gran parte de Estados Unidos y de México, desde el 30 de octubre hasta el 2 de noviembre.
Durante estas fechas, además de vernos inundados de publicidad de películas y series mayoritariamente de terror, así como de adornos en fachadas y patios de casas particulares y edificios públicos, participamos de una fascinante celebración ecléctica —mezcla de kermesse, festival y peregrinación— y de un clásico muestrario de afirmaciones coloquiales, que van desde las típicas de orgullo nacional (algunas veces exacerbado) o de indignación por la “contaminación de tradiciones locales”, hasta las de campechana indiferencia o incluso las de gusto por la absorción de costumbres y festividades extranjeras.
¿Qué posicionamiento sería más sensato de entre todos los anteriores? Tal vez uno intermedio, o más bien pragmático, que nos permita sentir orgullo de nuestras raíces y, al mismo tiempo, abrazar con buenos ojos nuestra participación de los intercambios y las apropiaciones culturales, tan propias no ya de la época de globalización en que vivimos, sino de prácticamente toda la historia de la humanidad (más adelante abundaremos en esto).
Parece ser un fenómeno universal que, por una cuestión de identidad colectiva, entre las personas de una comunidad se establezcan ideas, costumbres, efemérides y hasta frases y platillos particulares como parte de un acervo grupal desde donde los habitantes de dicha comunidad generen coincidencias o motivos para sentirse hermanados. Después de la ascendencia compartida, propia de los grupos nucleares a los que llamamos familias, o de la coincidencia en el lugar de nacimiento o de arraigo a largo plazo (oriundez: ciudadanía, nacionalidad…), la generación de símbolos compartidos resulta la principal fuente para la construcción y consolidación de identidad y pertenencia. Esta fuente es la que da sentido y profundidad al hecho de haber nacido y crecido en un territorio particular, entre todos los posibles donde uno pudo haber tenido en suerte criarse.
Aunque nos desviemos un poco del tema, a partir de lo dicho en el párrafo anterior podríamos apuntar que, a pesar de su retórica seductora, el multicitado poema de José Emilio Pacheco, “Alta traición”, parte de un error interpretativo. Abre con los versos “No amo mi Patria. Su fulgor abstracto es inasible”, para luego afirmar —no obstante— que daría la vida por elementos que en sí mismos no significan nada (puertos, bosques, gentes, figuras de su historia, ciudades), sino que cobran importancia por el “fulgor abstracto e inasible” de haberles asignado un valor simbólico de posesión y pertenencia. Una interpretación alternativa a la habitual es que, en realidad, la intención del autor es desdecirse; afirmar de una manera muy creativa lo opuesto a lo que tajantemente postula de manera explícita: amo mi Patria desde y por la carga simbólica que le hemos dado a todo lo que su territorio abarca.
Volviendo a nuestro tema, conforme una población crece y, sobre todo, aumenta su contacto con localidades circunvecinas o también lejanas —a través de emisarios, comerciantes, aventureros, o diplomáticos—, abre sus posibilidades de aprendizaje y aprovechamiento de los conocimientos, avances tecnológicos y costumbres vistas en esos otros sitios. Recordemos la enorme influencia que recibieron los romanos de los griegos, cuando estos últimos fueron militarmente conquistados por los primeros; y qué decir de todos los conocimientos que el Imperio Español supo absorber de los pueblos árabes (fácilmente visible aún hoy en algunos elementos arquitectónicos o en un sinnúmero de palabras), o del que otrora fuera llamado el “Centro cultural del mundo”: Alejandría, donde gracias a la visión de Alejandro Magno y al subsecuente trabajo de continuidad bajo el mando de Ptolomeo y de su dinastía, se logró erigir y mantener uno de los puntos multiculturales más importantes del mundo antiguo.
Si hiciésemos una labor de rastreo léxico, de metodologías de investigación y descubrimientos científicos, así como de artes, festividades y costumbres (incluyendo las artes culinarias), caeríamos en cuenta de que es bastante difícil encontrar manifestaciones puras y exclusivas. Por supuesto que las hay y, como hemos dicho, conservarlas juega un papel importante en la construcción identitaria de las regiones donde existen; pero en términos generales el eclecticismo, la mezcla, es una de las características de las comunidades humanas, sobre todo en nuestros tiempos. La riqueza derivada de ello no debe menospreciarse ni verse como un indicio de decadencia.
Una observación atenta nos permitirá identificar que gran cantidad de tradiciones, fiestas, música y platillos mexicanos tienen no pocos elementos provenientes —directa o indirectamente— de Europa, Asia o incluso África. El Día de Muertos no es una excepción. Si bien hay numerosos registros de la peculiar relación que tenían las culturas mesoamericanas con la muerte y de la enorme importancia que se le daba en su concepción metafísica del mundo, lo cierto es que la celebración contemporánea que acontece cada dos de noviembre no es enteramente fruto de estas culturas, sino que se trata de una fusión. El santoral católico registra una efeméride establecida extraoficialmente en el año 998, a raíz de una iniciativa de San Odilón para rezar en un día especial por los difuntos que se encontraban en el Purgatorio.
Además del dato anterior, recordemos que, por su naturaleza, la muerte siempre ha sido un elemento nuclear en prácticamente todas las culturas en la historia de la humanidad. Hay muchos registros de antiguos funerales o rituales realizados con la intención de permitir que familiares y amigos difuntos hicieran un tránsito correcto del mundo de los vivos al mundo de los muertos. Desde la antropología hemos sabido determinar —me parece que con acierto— el profundo respeto y el sentido de trascendencia que, desde los albores mismos de nuestra especie, sentimos por la muerte: festividades y reflexiones alrededor de ella son, hasta cierto punto, heredad de la especie.
Dicho esto, si algo ha hecho especial la celebración del 2 de noviembre en nuestro país, al grado de que hoy día está catalogada por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, mucho tiene que ver con su eclecticismo: su capacidad de integrar en un solo acontecimiento un tema y una serie de rituales provenientes de, al menos, dos grandes tradiciones: la propia de los pueblos mesoamericanos y la de los pueblos de la cristiandad europea… Es verdad que la manera en que los norteamericanos conciben estas festividades dista mucho de la nuestra, pero de ninguna manera la integración de sus mitos y ritos a los nuestros podría ser una resta; bien podemos disfrutar de las fiestas de disfraces y las películas de terror los últimos dos días de octubre, y llevarle flores, música y comida a nuestros difuntos el 2 de noviembre. Disfrutemos del caleidoscopio cultural que nos ofrece el mundo contemporáneo y gocemos nuestras fiestas con la alegría que nos caracteriza, sin caer en puritanismos imposibles de sostener, por las razones mencionadas a lo largo de este texto. ¡Nos vemos en las próximas semanas!