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PDF | 763 | Hace 2 años | 18 marzo, 2022
Francisco Javier Avelar González
Hace alrededor de diez años, Steven Pinker -el célebre psicólogo y lingüista canadiense- publicó un libro intitulado Los ángeles que llevamos dentro. Una de las aseveraciones principales de esa obra ensayística es que vivimos en un mundo cada vez menos violento. Dado que la primera impresión que tenemos al hablar de las violencias es que estas no parecen estar disminuyendo, Pinker basa su argumento en datos y estadísticas históricas que parecieran darle la razón: la violencia letal no ha dejado y tal vez nunca deje de existir, pero no está tan extendida ni tan desatada como en épocas anteriores…
Como contrapunto, debemos recordar el año de publicación del libro en el que, en efecto, a pesar de algunas guerras y guerrillas en lugares muy focalizados del orbe, el resto de las naciones se conducía dentro de un estado de derecho estable y de una sensación de paz y de confianza más o menos generalizada. De nuevo: por supuesto que seguía habiendo crímenes y personas violentas en diversas circunstancias y escenarios, pero las leyes, las instituciones y los distintos esfuerzos en materia de derechos humanos mostraban una solidez suficiente como para permitir el desarrollo social, científico, económico y familiar, conteniendo en lo posible toda pulsión de barbarie que seguramente se desataría sin la existencia de dichas leyes, iniciativas e instituciones.
A la tesis de Pinker hubo varias respuestas antagónicas. Se recordó, por ejemplo, la Pax Romana y otros momentos de aparente paz absoluta a los que siguieron periodos de violencia extrema; se apuntó que a la ecuación para medir nuestros avances en materia de paz se tenía que agregar el problema de las violencias estructurales, las represiones (y ahora podríamos incluir los linchamientos virtuales y las cancelaciones), así como otras situaciones de diversa gravedad, aunque no letales.
Si en ese momento el contrapunteo a las afirmaciones del académico de Harvard era tan válido como necesario, hoy parece incluso más imperioso volver a formular un cuestionamiento cargado de escepticismo: ¿verdaderamente está disminuyendo la violencia? Antes de responder, debemos notar que tanto esta pregunta como cualquier respuesta generalizadora nos lleva a una trampa surgida de su propia generalización. Por ejemplo, mientras en Canadá o en Luxemburgo su población podría responder fehacientemente que, en efecto, viven en uno de sus mejores momentos en materia de paz, los desplazados y los aún habitantes de Ucrania afirmarán, sin faltar a la verdad, que en realidad están atravesando uno de los periodos más violentos de su historia.
Pero ¿a qué ir tan lejos si tenemos el lamentable y vergonzoso caso de nuestra nación? De nadie es secreto que cada año México “se supera” en sus niveles de inseguridad y violencia, al grado de que en las últimas dos décadas hemos experimentado un incremento sostenido en el número de asesinatos y de otros crímenes violentos. Para que la tesis de Pinker funcionara, tendría que sacarnos de la muestra (así como a algunos otros países) porque el camino que estamos haciendo es totalmente inverso al apreciado por dicho investigador: en naciones como la nuestra, cada año se extiende más la sensación de barbarie y de inseguridad; las agresiones, amenazas, robos a mano armada, secuestros y asesinatos permean con mayor amplitud en diversos espacios y contextos, y se consolidan amparados en la acertada impresión de que se puede delinquir o violentar con casi total impunidad (los datos, al respecto, son contundentes e innegables). En este tenor, lo visto hace unos días en el estadio Corregidora de Querétaro, o en San José de Gracia y en Aguililla, Michoacán -por mencionar solo tres ejemplos recientes- no se trata de eventos extraños en el país: al contrario, son apenas una terna de expresiones, entre muchas, de la radicalización, la hiperviolencia y la impunidad que impera en territorio nacional. Probablemente nos causen mayor impresión los casos de las brutales e irracionales agresiones dentro del estadio o la masacre de San José de Gracia, Michoacán, porque hubo documentación audiovisual; pero los asesinatos, los secuestros, los robos, el vandalismo y hasta las infinitas expresiones de odio, polarización y desprecio en las redes sociales están a la orden del día y son -desgraciadamente- parte de nuestra cotidianidad.
Con respecto a la pasivo-agresividad y la enorme violencia ideológica y verbal que pulula en las redes sociales, pero también en espacios físicos, cabe señalar que no es exclusiva de nuestro país, sino que se encuentra bastante extendida en el mundo (al menos en el mundo Occidental). Los maniqueísmos y absolutismos políticos e ideológicos son -desde hace tiempo- el pan nuestro de cada día, ya no digamos en Twitter y Facebook, sino también en diversas instituciones gubernamentales en varios países e incluso hasta en algunas universidades anglosajonas, que en gran medida están dejando atrás su papel como centro de discusión y cuestionamiento de las ideas, para decantarse por ser lugares de adoctrinamiento ideológico y de falsa corrección política.
Volviendo entonces a la pregunta sobre si verdaderamente estamos caminando hacia la paz, la respuesta tendría que ser precedida por una necesaria distinción entre países y regiones. Pero, mucho antes que esto, tendríamos que determinar de qué tipo de violencia estamos hablando, en aras de no menospreciar aquellos actos de apariencia inocua (agresiones verbales e inquisiciones virtuales, por ejemplo) que, si se toleran o normalizan, terminan por escalar a situaciones más graves. Cerrar nuestro campo de visión a la documentación exclusiva de la violencia letal nos hará perder de vista que, casi siempre, los periodos de violencia extrema estuvieron precedidos de espacios de paz física, pero de creciente galvanización y polarización verbal… ¡Nos vemos la próxima semana!