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Consenso, equilibrio e institucionalidad: las virtudes de nuestra Carta Magna

Francisco Javier Avelar González

Este martes cinco de febrero celebramos un nuevo aniversario de que se promulgara la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917. Como sabemos, este documento cardinal de nuestro país tuvo como antecedentes la Constitución de Apatzingán (1814), la de 1824 y la de 1857.

Su valía principal consistió en elevar a garantías los derechos sociales, así como en haber logrado recoger -en lo general- las necesidades y preocupaciones políticas, educativas, laborales y sociales de la nación; de tal forma que consiguió extinguir el combustible que desde 1910 venía alimentando el encono y los enfrentamientos bélicos nacionales. Frente al horror de la guerra, la violencia generalizada y los posicionamientos irreconciliables de los protagonistas de la Revolución, se impuso el diálogo, la exposición de razones y argumentos, las negociaciones y, finalmente, el consenso…

Ahora nos parece natural que se haya llegado a la promulgación de nuestra Carta Magna y a la pacificación del país; pero pensemos que las diferencias entre los caudillos no eran menores y, a pesar de que todos o la gran mayoría deseaba el bienestar de los mexicanos y la justicia social (sobre todo a favor de los históricamente desprotegidos), lo cierto es que cada uno tenía su propia idea de cómo tenían que hacerse las cosas (y a quién le correspondía encabezar el gobierno)… En ese momento, continuar en una permanente guerra de guerrillas o levantar otra dictadura se vislumbraban como posibilidades reales, acaso incluso de mayor fuerza que lograr sentar las bases para la pacificación de México y el establecimiento de un sistema de gobierno que buscara la democracia.

Por ello, haber logrado un consenso amplio, en un territorio aún en guerra y presto a arreglar las diferencias con fusiles y cañones, habla de una voluntad y una visión política dignas de reconocimiento. En este sentido, a pesar de los defectos que pudieran tener como personas, como caudillos o como políticos, Carranza y el Congreso Constituyente merecen respeto: fueron revolucionarios que supieron reunir y escuchar a una significativa pluralidad de voces que, en mayor o menor medida, plasmaron en el documento rector de la nación.

Paralelamente a la pluralidad y el consenso, la Constitución de 1917 también refleja la apuesta por la institucionalidad. Puede objetarse que en la historia del país la verdadera división de poderes, el fortalecimiento de contrapesos políticos, la democracia y la disolución de autoritarismos tardó varias décadas en llegar. Puede decirse también, y con razón, que el contexto (la guerra aún en marcha, la enorme inestabilidad de la nación, etc.) permitió la construcción de una Carta Magna que daba de facto -o si no al menos permitía- un poder muy amplio al poder ejecutivo. El presidencialismo, término acuñado por Maurice Duverger y fenómeno ampliamente estudiado por historiadores y politólogos, fue una realidad innegable en nuestro país por muchos años… Pero, aun con las objeciones mencionadas, debe observarse que sin las bases de la Constitución no hubiese podido crecer el sistema de instituciones en México, que en aquel momento y debido a la guerra carecía de estructuras sólidas, unidad, paz y dirección.

A pesar de las carencias y defectos que pudiera tener, la Constitución de 1917 (y las numerosas modificaciones que ha vivido a lo largo de 10 décadas) permitió -en primera instancia- el resurgimiento de un país severamente debilitado por los movimientos bélicos y -de manera posterior- su saneamiento y consolidación política, económica, educativa y social. Todo lo anterior, a través del fortalecimiento de poderes diferenciados e independientes, un sistema democrático funcional y un creciente número de instituciones autónomas diseñadas, en el fondo, para descargar el exceso de responsabilidades conferidas originalmente al poder ejecutivo y, con ello, impedir la hipertrofia presidencial o la concentración del poder en una sola voluntad.

Así pues, de entre todas las cosas que pudiésemos destacar con respecto a nuestra Carta Magna, una de las más importantes es que refleja la voluntad de los mexicanos para la construcción y el fortalecimiento del país mediante vías institucionales, pacíficas, razonadas y consensuadas. Si es nuestro deseo continuar creciendo y vencer cualquier conflicto coyuntural presente o por venir, es sumamente importante mantener vigorosos los conceptos de institucionalidad, diálogo y consenso.

De igual importancia resulta el encomio a la división e independencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, así como dar continuidad y fuerza a los órganos constitucionales autónomos, que han demostrado ser -en conjunto- cortapisas importantes a la impunidad y a la concentración excesiva de poder; estructuras que empujan el desarrollo nacional, y organismos que defienden efectivamente las garantías individuales y sociales encumbradas en nuestra Constitución.

A 102 años de su promulgación, honremos la memoria de nuestra Constitución Política atendiendo a sus preceptos, pero sobre todo, trabajando para construir una sociedad justa, plural, pacífica, respetuosa de las instituciones, democrática y siempre abierta a buscar el diálogo y el consenso.

Nos vemos la próxima semana.

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