Universidad Autónoma de Aguascalientes

La salamandrita defectuosa (Reinvención de El Patito Feo)

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COLABORACIÓN: María Alejandra Mendoza González, alumna del sexto semestre de la Lic. Letras Hispánicas

Había una vez a las orillas de un lago verde y brillante del Estado de Veracruz, una familia de salamandras que esperaba el nacimiento de los nuevos miembros de la manada. La mamá salamandra se acercó a la parte más húmeda de la orilla a buscar un lugar donde puedan nacer sus crías, pero, entre las rocas, encontró un pequeño huevo transparente atorado en el lodo. La mamá salamandra sintió tristeza por la pequeña criatura que nacería de aquel huevo: solo y abandonado. Así que lo colocó entre su vientre para darle calor.

El huevo se abrió al mismo tiempo en que las crías de la mamá salamandra nacieron; quince larvas moteadas y una pequeña larva gris, salieron de debajo del vientre de la mamá hacia el río. La mamá salamandra murió pocos minutos después, pero las larvas empezaron a cazar pequeños insectos para alimentarse y crecer. Las larvas moteadas no querían a la pequeña larva gris; se les hacía raro que fuera tan pequeña y de un color tan feo, así que la excluían y le dejaban los insectos más pequeños para que comiera.

—Pequeña y fea larva gris, ¡vete! Nadie te quiere aquí —le decían cuando quería acercarse a comer con ellas.

—No eres como nosotras, no perteneces aquí —le repetían siempre que quería salir a cazar con ellas.

Hasta las salamandras adultas la excluían del grupo diciéndole:

—Tú no eres hermosa y fuerte como los demás, no tienes un lugar aquí.

El tiempo fue pasando, y las larvas moteadas empezaron a crecer hasta que su cuerpo dejó de ser transparente y se volvió brillante como el agua; pero la pequeña larva gris no cambió. Aunque creció de tamaño, su cuerpo se quedó transparente y baboso como el slime, como cuando era una cría. Las demás salamandras, al darse cuenta de esto, le decían con desprecio y repulsión:

—Estas defectuosa, ¡eres una salamandrita fea y defectuosa!

Y se burlaban de ella.

—Nunca serás bella y hermosa como nosotros —le repetían y la excluían.

La ahora salamandrita defectuosa intentaba caerle bien a las demás: se bañaba de lodo su cuerpo para ser negra y brillante como sus hermanas, pero siempre que se acercaba al agua se le caía y todos se reían de ella.

—Salamandrita fea y defectuosa.

—¡Estás defectuosa!, nunca crecerás —le gritaban a coro mientras ella se escondía entre las hojas.

Un día, harta de las burlas y del rechazo, la salamandrita defectuosa se dijo: “Me iré a buscar otro lugar donde me quieran”, y se metió al lago y se dejó arrastrar por las corrientes río abajo esperando llegar a algún lugar donde la quisieran. Después de varios días, en los que solo comía pequeños insectos que encontraba en su camino, la salamandrita defectuosa llegó a la orilla de un pequeño riachuelo. Ella estaba muy hambrienta de solo comer insectos pequeños marinos, pues su tamaño más grande le pedía que comiera insectos más grandes, así que salió del agua para cazar y regresó con la panza llena para descansar, y pronto se quedó dormida. Cuando la salamandrita defectuosa despertó, se encontró rodeada de tres larvas grandes de un color oscuro y transparente, como ella.

—¿Quién eres? —le preguntaron.

—Soy una salamandra —respondió la salamandrita defectuosa.

—No pareces una salamandra —contestó una de las larvas —las salamandras tienen la piel brillante, y no transparente como tú.

—Te pareces más a nosotras —dijo otra.

—¿Qué son ustedes? —preguntó la salamandrita defectuosa, dudando por primera vez en su vida de ser una salamandra.

—Somos larvas de tritones —respondió otra larva sonando orgullosa —tal vez tú también seas una larva de tritón.

La salamandrita defectuosa se sintió feliz de, por primera vez en su vida podía encajar en algún lugar, y se quedó con las larvas de tritón. Pero el tiempo pasó pronto, y las larvas de tritón empezaron a crecer hasta que su cuerpo dejó de ser transparente y se volvió oscuro y áspero, como si estuviera cubierto de rocas; pero la salamandrita defectuosa seguía transparente y babosa como el slime. Entonces los tritones empezaron a burlarse de ella y le decían:

—¿Qué tipo de tritón eres? ¿Es que nunca crecerás?

La salamandrita defectuosa se puso muy triste, y trataba de encajar bañándose en la tierra para parecerse a los demás tritones, pero siempre las fuertes corrientes de aire la limpiaban y todos se reían de ella.

—Tritón feo y baboso, ¡estas defectuoso! Nunca creerás.

—Soy una salamandra —respondía enojada la salamandrita defectuosa al darse cuenta de que al parecer no era un tritón como había creído.

La salamandrita defectuosa harta de las burlas, se alejó por la orilla buscando una corriente que la llevara a algún lugar donde la quisieran. No había avanzado mucho cuando se encontró con un grupo de niños que estaban recogiendo piedras e insectos de la orilla; uno de los niños la agarró y se la llevó a su casa, donde la puso en una pecera de cristal con un laguito y muchas piedras. El niño la trataba muy bien, le contaba cosas y nunca le faltaba comida; ahí la salamandrita defectuosa creció, su piel dejó de ser tan babosa y se volvió lisa como las hojas. Su piel dejo de ser transparente y se volvió de un color negro profundo.

Un día, el niño invitó a otro niño a jugar, y el niño miró extrañado a la salamandrita defectuosa.

—¿Qué es? —le pregunto.

—¡Es un renacuajo! —contestó el niño con mucha emoción.

La salamandrita defectuosa había querido decirle antes al niño que no era un renacuajo, sino una salamandra, pero el niño nunca la oía. Aún así, el niño la seguía tratando muy bien por lo que no le importaba que la confundiera.

—Eso no es un renacuajo —le contestó el otro niño —los renacuajos son más chiquitos.

El niño se sorprendió de saber que su mascota no era un renacuajo y preguntó:

—¿Entonces qué es?

—No lo sé, es una cosa rara —respondió el otro niño.

Ninguno de los niños sabía qué era la salamandrita defectuosa, así que llamaron a la mamá del niño.

—Mamá, mamá, ¿qué es este animalito? — le preguntó el niño.

La señora se sorprendió al ver la figura adulta de la salamandrita defectuosa y fue a contarle a sus vecinos. Desde entonces, mucha gente entraba y salía del cuarto, y pegaban sus caras contra el cristal para verla mejor y decían que era una maravilla y que estaba hermosa. La salamandrita defectuosa no entendía lo que estaba pasando. Nunca la habían llamado de esas maneras y no entendía porque esas personas lo hacían. Así pasó el tiempo hasta que un día el niño la metió en un cubo con agua y la subió con él al auto. Viajaron por horas por la carretera donde lo único que la salamandrita defectuosa veía desde su cubo eran interminables montes llenos de casas; ella no sabía qué era lo que estaba pasando e intentó varias veces preguntarle al niño, pero él nunca la oía. Viajaron hasta que amaneció y llegaron a un lago más grande que aquel donde había nacido. El niño la bajó del auto en su cubo; la salamandrita defectuosa estaba maravillada por lo que veía: el lago era enorme, lleno de plantas y árboles, y rodeado de barcos de colores. Era un lugar hermoso.

El niño, que la traía en brazos, se arrodilló en la orilla del lago y la dejó entre las piedras húmedas. La salamandrita defectuosa se removió entre las piedras encantada por donde estaba: el agua, las piedras, los árboles, los colores… todo le gustaba de ese lugar. De repente, de entre las aguas, salieron una docena de larvas grandes y majestuosas, como ella. De piel lisa y brillante y algo babosa. Y de un sin fin de colores: había rosas, verdes, naranjas, amarillos, cafés y hasta negros, como ella.

—¿Ustedes qué son? —les preguntó la salamandrita defectuosa, sin darse cuenta de lo mucho que se le parecían.

—Somos ajolotes —respondió una de las larvas de color naranja —como tú.

—¡Yo no soy un ajolote, yo soy una salamandra pero defectuosa! —afirmó ella.

—No, tú eres un ajolote como nosotros— contestó un ajolote negro, como ella, mostrándole su reflejo en el agua.

La salamandrita defectuosa, que en verdad era un bello ajolote, sonrió al darse cuenta de que en verdad era tan hermosa como ellos. Empezó a ver todos los defectos que le decían como pruebas de su encanto. No era una salamandra y no estaba defectuosa, y por fin había encontrado un lugar donde encajaba perfectamente.